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Cualquier día una mano nos detiene


No sé cómo presentar esta carta. Me quedo sin palabras y es que me encantaría fabular que somos grandes amigos con Carlos, y que nos conocemos desde siempre, pero... 
La verdad es que la primera vez que me encontré con textos de Degregori, fue en Un País Imaginario, de Medo y morí. Ese libro me lo regaló César Eduardo Carrión, cuando nos conocimos en el Encuentro Iberoamericano de Poesía VÉRTIGO DE LOS AIRES en el DF. Luego partí a Lima y me encontré con un par de cosas más, hasta que Willy Gómez Migliaro me regaló otra antología de poesía peruana y se me hizo el panorama así, de una. 
Bus.
3 días de viaje de vuelta a mi tierra y me hice mierda leyendo.  No había más que hacer.
Luego, al volver, en Los Desconocidos de Siempre, Luis Fernando Chueca me dice que Carlos Lopez Degregori era su amigo y nos hizo el link. Le escribí y en 2 semanas, con toda la generosidad del mundo encontré esta carta en mi mail.
Y yo feliz, feliz de no andar chupando pico, sino de andar gozando de la confianza de mis amigos, y de andar por la vida aprendiendo de los güeones a quienes admiro porque son así, tan así como uno. Pero más grandes. Ojalá que les sirva esta historia, que yo casi me fui de raja por la honestidad en la forma de contar el proceso por el que muchos estamos pasando, sin saberlo.
Gracias a Carlos, a Lucho, a Maurizio por el diálogo. A César, por hacer correr la literatura que llega a las manos y los ojos más insospechados para que seamos más y más parejos. Y nos queramos mucho.
Aprovecho de dar las gracias a quienes colaboran así, gratuitamente, porque saben que pueden cobrar lo que quieran por lo que hacen, pero confían en este proyecto, porque saben que es gratis y que así se hace cultura, sin intervención de poder ni de argumentos, cuando lo que hacemos es por amor.





No puedo afirmar con exactitud cuando surgió mi primer texto. Las fechas se me pierden en los inicios de los sesenta y me veo tardes y noches a los ocho-nueve-diez años leyendo y repitiendo palabras que me imantaban. Después vino la dura adolescencia con sus páginas llenas de malos versos dedicados a las muchachas que me parecían las más hermosas de la tierra. En ese momento la escritura era, fundamentalmente, una actividad personal, secreta, clandestina, a veces hasta vergonzosa: era un grafómano solitario que ocultaba cuidadosamente los papeles que nadie podía ni debía descubrir.


Cuando terminé el colegio me presenté a la universidad con la idea equivocada de estudiar medicina, aunque mi interés estaba en las humanidades. Entré a Estudios Generales en San Marcos y allí, al lado de los cursos de matemáticas y biología, encontré un espacio propicio para mi grafomanía. Recuerdo, por ejemplo, que me matriculé en un taller de poesía que dictaba el poeta Pablo Guevara y también en su curso de apreciación cinematográfica. Fue allí donde le alcancé por primera vez un poema a otra persona y descubrí la existencia del lector. Poco a poco esa dedicación a la lectura y la escritura fue ganando terreno en mi experiencia y llegó el momento en que decidí estudiar literatura después de un fugaz paso por las ciencias sociales, como era usual entre las personas con intereses creativos en la década los setenta.

El año de 1973, me trasladé a Colombia y allí pude cumplir el ciclo de mi metamorfosis para regresar en 1978, como un extraño en la poesía peruana, con un libro inédito bajo el brazo. Un amigo, con quien había estudiado en San marcos y quien fue uno de mis primeros lectores, Enrique Sánchez Hernani, me llevó casi recién desembarcado del avión a una fiesta de año nuevo en la que estaban muchos de los poetas peruanos del segundo núcleo del setenta. Esa misma noche, casi sin darme cuenta, formé parte de La Sagrada Familia y, un poco por amistad y entusiasmo, caminé con ellos unos cuantos meses. Contemplo esta experiencia a la distancia y siento que esa fue mi etapa de aprendizaje colectivo, es cierto, pero fue también el espacio adecuado para el reconocimiento de una identidad poética excéntrica que se alejaba de las expectativas retóricas de entonces. Formaban La Sagrada Familia Edgar O’hara, Roger Santibáñez, Kike Sánchez Hernani, Luis Rebaza, Luis Alberto Castillo, entre otros, pero yo sentía que mi escritura discurría por un camino distante y distinto. En ese momento, la poesía que tenía fuerza y audiencia era la propuesta conversacional con una poesía situada, urbana, testimonial; todo el lenguaje de las calles y la fuerza política de los 70 estaban en los poemas; pero yo, desde otra margen, me empeñaba en una aventura del lenguaje que recogiera un laberíntico viaje interior, no sé si sea correcto llamarla metafísica, pero sí se trataba de una poesía alejada del entorno y que exploraba un mundo fantasmagórico, ambiguo, visto a través de un cristal empañado. Por eso, cuando en 1994 reuní una parte significativa de mis poemas, el título que elegí para acogerlos fue Lejos de todas partes. 

Pero fue con la Sagrada Familia que publiqué mi primer libro. Vuelvo a verme el año de 1978 regresando a mi casa con un pesado paquete que guardaba los primeros cincuenta ejemplares de Un buen día. Después de las cervezas de rigor con algunos de los cómplices de la sagrada, me pasé horas pasando y repasando el breve volumen de diseño artesanal con tapas de cartón y una hermosa portada que mostraba un doble ángel. Tocaba las hojas, las miraba, las olía y repetía los poemas casi de memoria. Entonces los reconocía frescos e intensos, dueños de un resplandor y una confianza que no he vuelto a sentir. Eran apenas 12 poemas sin título en un volumen de 36 páginas sin numerar cosidas a mano por Edgar, Lucho Rebaza y por mí y reproducidas en el offset más rudimentario. Esos eran los textos que habían sobrevivido a mi febril ciclo de escritura en la Universidad Javeriana de Bogotá durante los años 75 y 76; una primera versión de ese libro mereció incluso el premio en los Juegos Florales de la universidad con un jurado en el que estaba Giovanni Quessep. Les transcribo uno de ellos que tiene para mí un misterio especial:



cualquier día una mano nos detiene
un toque muy discreto
apenas un chasquido dibujado
con la punta de los dedos


la seguimos
y aún no hay preguntas
(ella puede ser muy amable al comienzo)
pero ya no habrá más tiempo
para terminar con el café
regresar del trabajo contando nuestras llaves
o amar una mujer
un cortaplumas

tal vez una sospecha
cualquier ojo en la ventana dispuesto a delatarnos
cierta marca que llevábamos
aunque nosotros no la vimos

y sucedió
la mano se dio vuelta
jugó a interrogarnos
después nos estranguló y borró todas las huellas

es posible



Pero el destino de los primeros libros es incierto: Un buen día pasó desapercibido, no recibió casi reseñas con la excepción de un elogioso comentario de Edgar O´hara y un año después sentía sus textos abstractos, insuficientes y secos. Aparte de los volúmenes entregados a los generosos compradores de los bonos de pre-publicación y de cinco o seis adquiridos en alguna librería por anónimos lectores, regale la mitad de los 450 ejemplares de esa primera edición. El año de 1981, secuestré los libros restantes y permanecieron hasta fines de los años noventa sellados en una caja en el garaje o desván de la casa de mi suegra entre muebles en desuso, trastos, juguetes, herramientas y ropa de tiempos pretéritos. Cuando vendieron la casa, la caja reapareció y destruí en un incendio personal muchos de los libros. Pero como un óbolo o como el pago de una deuda conmigo mismo, conservé cincuenta ejemplares. Varios de ellos ya están en manos de lectores interesados y los otros aguardan el tiempo que les corresponde.


El año de 1994, cuando seleccioné mi poesía escrita hasta esa fecha, solo salvé cinco poemas de Un buen día. Hace un par de años releí el libro y creo que a estas alturas de mi vida puedo ser más indulgente. Ellos con su aura rudimentaria anticipan lo que he escrito después. Tienen la semilla de una poesía más imaginaria y expresionista que realista, más ambigua que explícita, más vertical que horizontal, más nocturna que diurna.

Un buen día empecé a escribir: un buen día decidí publicar Un buen día, mi primer libro: y sé que un buen día saldrá de mis manos mi último poema. Siento que con mi poesía he crecido y cambiado para bien o para mal: ella se ha vuelto mis ojos y mi carne y mis piernas y mi respiración. Soy y no soy lo que he escrito y cada texto mío me señala, enmascara y conjura.




Sí, esas primeras señales que han hecho de mí lo que ahora soy están anticipadas en la edición artesanal que publiqué un buen día en 1978.





Lima, agosto de 2012 

Carlos López Degregori


Posteado por Angela Barraza Risso el 22:14. etiquetado en: , , , , , , . puedes segui el rss RSS 2.0. déjanos tu comentario

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