LDdS viernes 02 de Marzo

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Este viernes seguimos rompiendo las neuronas de Santiago de Chile con los poetas Claudio Alvarado + Renato Dennis y Fernando Ortega + el narrador Fernando Scherman

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LDDS 2012 la lleva y no pasa de moda

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De “SUPERHÉROES” de Pablo Torche por Angela Barraza Risso




Los libros siempre han sido un objeto de elites. Desde los copistas en adelante, la creación de los libros, como continentes de conocimiento, ha sido sólo para las castas más pudientes, para los intelectuales, los estudiosos. Incluso hoy, acceder a los libros cuesta demasiado dinero, sobre todo a los best seller, a los libros de moda, a los que nos dice Alfaguara, Planeta o Anagrama que son los que hay que leer, porque son los últimos “descubrimientos” de los editores que andan por los starbuck’s y los bares cazando talentos como los de J. K. Rowling o Ginsberg.

Es divertido dedicarse a la edición de libros y hablar con la gente que desconoce el oficio; pues, de verdad creen que así se dan las cosas: que escribes en un bar o en la pieza, sólo, que te emborrachas, escribes con tinta verde y llega un editor caza talentos que te descubre justo con un ejemplar de un contrato millonario de publicación, porque el mundo no puede vivir sin ese talento revelado, y no entienden que la escritura es un oficio, penca y fatigoso, como cualquier otro y que requiere de golpear puertas, hacer lobby, genuflecciones que implican masajes bougenitales (por no decir chupar picos, porque suena feo en un artículo), estar, participar, corregir, mostrar, corregir otra vez, etc. Y me parece genial que Pablo, que efectivamente publica en Planeta y en cierta forma ha llegado a donde muchos quieren estar, nos cuente la forma en que publica su primer libro, en RIL (que en ningún caso es Planeta) luego de ganar el premio del CNCA, luego de llamar a “varias editoriales de la plaza”, luego de una espera de meses, luego de reuniones, porque en parte, ayuda a desmitificar el oficio “romántico” de la escritura y con eso ayuda también a que los escritores noveles dejen de generar las expectativas horrorosas de la primera publicación, a las que los pobres micro editores, nos vemos sometidos en más de una oportunidad a lo largo del oficio.
Todo es estrategia de marketing cuando se trata de vendernos cosas. Sobre todo cuando se trata de libros y más aun considerando el precio a los que nos son vendidos. Las fantasías maravillosas son para justificar que vale la pena pagar 7 lukas o más, no por el objeto! (porque la factura de un libro jamás supera los mil pesos, menos considerando los tirajes) sino porque el fantástico autor y sus ideas son una especie única a la que sólo llegan las transnacionales por coincidencias extrañas. Sepan que en verdad no es cierto.
Sepan que la escritura es un trabajo y lento.
Primera Publicación.


El año 2000 obtuve el Premio del Consejo del Libro por un volumen de cuentos que había intitulado Superhéroes, y pensé que esta contingencia me ayudaría concretar la ansiada primera publicación. Ya había tenido encuentros con algunas editoriales para intentar publicar un volumen anterior, y sabía por tanto lo difícil que era conseguir que alguien revisara siquiera el manuscrito. Pero en la ceremonia de premiación un asiduo funcionario del Consejo del Libro me había asegurado que después del Premio me “lloverían las ofertas” y yo, premunido de este valioso antecedente, empecé a llamar a animado las distintas editoriales de la plaza. Finalmente en una me transfirieron con el editor mismo, un tipo de voz cavernosa, realmente intimidante, que me aseguró que “habían estado esperando mi llamado”, porque sabían que un autor joven había ganado el mencionado premio. Me pidió que le mandara enseguida el manuscrito y me pidió por honor que le diera dos meses para revisarlo, sin mandárselo a ninguna otra editorial. “Déjame hacer bien mi trabajo, dame  una oportunidad” me dijo.

Por supuesto me encantó esta especie de complicidad literaria, aunque fuera por teléfono, y cumplí fielmente mi compromiso. A los dos meses y medio sin recibir llamado, empecé a tratar de ubicarlo por mis propios medios. Me tomó un buen par de semanas que me contestara siquiera el teléfono. Su voz sonaba ahora distante, no propiamente desinteresada, más bien cansada: “Sí, sí, yo se lo pasé al comité editorial” dijo, como si se tratara de un recuerdo vago “ahí ellos tienen que decidir, yo no tengo idea”.

Tuve más o menos la misma experiencia con algunas casas independientes hasta que, después de un tiempo, no sé cómo, conseguí hablar por teléfono con el editor de otra de las editoriales grandes, un tipo conocido en el ambiente. De éste lo primero que me sorprendió es que me tratara abiertamente de “hueón”, ya desde el saludo. Pero no estaba para reparar en puntillismos de este tipo, y tampoco en la invitación poco entusiasta con que me propuso que le llevara el manuscrito: “Sí querí lo traí hueón, pero te digo al tiro que no creo que lo publiquemos”.

Cuando lo fui a dejar, lo primero que me llamó la atención fue las paupérrimas instalaciones. La oficina ocupaba un piso en un antiguo edificio residencial, en la cual flotaban los escritorios entre rumas de cajas y legajos de papeles arrumbados sin más en el piso. Cuando el editor me hizo pasar recibió el manuscrito como con desconfianza. Miró el título y por alguna razón le pareció a atractivo, lo que me transmitió con un gesto sugerente. Después me regaló con una especie de charla sobre los usos de la literatura joven, lo que esperaba el público y lo que había quehacer para conseguir cada vez más lectores. Fue lo último que escuché de él.

Después de casi un año, cuando había perdido casi por completo las esperanzas, un amigo me consiguió una reunión con los editores de RIL, una editorial formada por una pareja de argentinos que se había instalado hace poco en Chile. Éstos me recibieron con interés, me dijeron que estaban interesados en autores jóvenes, y que el libro les había parecido fantástico. Enseguida se pusieron a hablar de literatura chilena, y deslizaron críticas a algunos autores muy conocidos. Yo, envalentonado con la aprobación de mi libro, consideré apropiado mostrarme completamente de acuerdo con este afán iconoclasta, que incluso maticé con ácidos comentarios. Pero por alguna razón esto ya no les pareció tan bien y, de pronto, mudaron de aspecto. “Bueno, tampoco es bueno criticar tanto” me dijeron con un gesto casi de reprobación. Por supuesto, me sentí aterrorizado ante este comentario, y prácticamente no abrí la boca en el resto de la entrevista.

La técnica en todo caso dio resultado y el libro se publicó unos seis meses más tarde, cuando yo ya había partido a Inglaterra a hacer un postgrado en literatura. Puntualmente, la editorial me hizo llegar el paquete con las 10 ó 15 copias de rigor para el autor. Cuando lo fue a retirar a la oficina de correo de la universidad estaba tan ansioso, que me comedí a sacarlo yo mismo de la estantería. Esto me granjeó un severa reprimenda: ¡Por favor no cruce la línea, quédese donde está!. De vuelta en el flat se lo mostré emocionado a mis compañeros de residencia. Como nadie hablaba castellano se limitaron a observar la chillona portada verdosa por un rato.  “Quite an achievment”, contempló después un brasilero, que algo sabía del tema, y luego todos volvieron a sus ocupaciones.

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Andrea Jeftanovic




Andrea Jeftanovic (Santiago, 1970). Es socióloga y  doctora en literatura  por la Universidad de California, Berkeley.  Narradora, ensayista y docente. Es autora de las novelas “Escenario de guerra” (Alfaguara, 2000; Baladí, 2010) y “Geografía de la Lengua” (Uqbar, 2007), del volumen de cuentos “No aceptes caramelos de extraños” (Uqbar, 2011) y del conjunto de testimonios y entrevistas “Conversaciones con Isidora Aguirre” (Frontera Sur, 2009). También es co-autora del libro “Crónicas de oreja de vaca” (Bartleby, 2011).
Ha indagado en el ensayo, campo en el que publicó  “Hablan los hijos.  Estéticas y discursos de la perspectiva infantil” (Cuarto Propio, 2011). Ha obtenido distinciones, tales como premio Consejo Nacional de la Cultura y las Artes a la mejor obra editada y Juegos Literarios Gabriela Mistral, como asimismo ha recibido becas para residencias literarias.
Actualmente se desempeña como académica en la Universidad de Santiago de Chile y trabaja en nuevos proyectos literarios. 





La necesidad de ser hijo

Cómo me iba a servir de tales platos distantes esas cosas, cuando habráse quebrado el propio hogar, cuando no asoma ni madre a los labios. Cómo iba yo a almorzar nonada. 
César Vallejo



Nací entre frases de pésame, “ya todo se arreglará”, “van a salir adelante”, “un hijo siempre es una bendición”, “todo ocurre por algo”. Yo me pregunto: ¿Por qué no te pajeaste al lado? ¿O terminaste afuera? ¿Qué hacía un pendejo en uniforme escolar recibiendo a su hijo en el hospital? ¿Y una cabra chica a quien  casi se le desgarra el útero por hacerse la grande? ¿No había una farmacia cerca? ¿No escucharon nunca el cuento de la semillita? ¿No podían tomarse la temperatura y enterarse del día de ovulación? Perros calientes; y les caí yo de regalo inesperado para siempre. Nací parado, a punto de asfixiarme, amenazando con rajarle las entrañas a mi mamá, obligando una cesárea de urgencia que nos salvó la vida a los dos.  Después, como si fuésemos tres hermanos, compartimos la misma habitación, incluso la misma cama. En ese tiempo, ¿quién lloraba más, ustedes o yo? No los dejaba dormir con mis berridos. Mi papá dio sus pruebas globales en vacaciones, mi mamá rindió exámenes libres el año siguiente. A ninguno  le fue bien en la prueba de ingreso a la universidad.
Pero ustedes no eran un par de adolescentes cualquiera,  ustedes querían hacer la revolución, entonces yo era un doble obstáculo, para vivir su juventud y para hacer política. Nací escuchando música de la nueva trova, rock de los setenta, cultivando el oído con tanta melodía distorsionada. Las primeras palabras que aprendí fueron: valores, ideología, partido, pueblo. Todas palabras que imaginaba que mis padres pronunciaban en mayúsculas.

El  verano siguiente  papá se fue al sur por una reunión de las juventudes del partido, no supimos nada de él durante tres meses. Un vecino comenzó a rondar a mamá. Traía libros,  escribían pancartas, iban a reuniones clandestinas (a las que yo también asistía con mi cuaderno para colorear). Una mañana la vino a buscar con un pañuelo que le tapaba la boca, lo llevaba tan mal puesto, que más que una estrategia de clandestinaje, me parecía un vulgar juego de seducción. Y fue así, esa noche se quedó a dormir. A través del tabique de la habitación sentí los gemidos y las risas de dos personas que se gustan. En una artimaña evidente, regresó al día siguiente con un regalo para mí, una pista de autos que hacía bastante ruido. Yo pensaba que un tren hubiese sido mejor, con sus pitos intermitentes y sus ruedas sinuosas. Cuando regresó papá, hubo una fuerte discusión de la que se enteraron todos los vecinos, eran lanzadas como boomerangs las grandes palabras de siempre: valores, compromiso, ideología, partido, pueblo. No sé si en ese orden, pero sí con esa frecuencia: valores, compromiso, ideología, partido, pueblo.  Yo dibujaba una estrella con cinco puntas y hacía marcas  en cada repetición.
Las reuniones clandestinas terminaban en tragos y parejas durmiendo en la alfombra de la sala de estar. Una vez un padrastro del que me había encariñado, se apareció días después en la casa de mi papá, pero con barba, peluca y acento uruguayo.  Yo lo miraba de reojo, lo evocaba roncando en la cama de mamá, mientras ahora lo escuchaba haciéndose el estratega de alguna operación comando. De  ahí en adelante, comenzamos a ser la familia cromosoma 21: dos madres, tres padres, cinco abuelos, tíos multiplicados por doquier. Viví  en varias casas, en pensiones transitorias, en apartamentos abandonados.
Cuando le preguntaban a mamá por qué no había estudiado, carraspeaba y me indicaba con el labio inferior. Era un gesto tan feo, que ni siquiera puedo imitarlo. Era un poco injusta la acusación, si ellos se arriesgaron, poco tenía yo que ver con eso. Con el tiempo he comprendido que simplemente no era su objeto de deseo, primero estaba el hombre que amabas de turno, luego la causa política y, por último, yo.
Nada odiaba más que la palabra misión, significaba que mi padre o mi madre estarían  fuera bastante tiempo. Ante mi resistencia y llantos, repetían la frase mágica: “órdenes del Partido”, “órdenes del partido” decía yo, con minúscula. La frasecita aquella era la respuesta a todo: cambios de casa repentinos, ausencias, separaciones familiares, intercambio de parejas. Tiempo después, entre los muebles procedentes de alguna mudanza, comprendí una tarde bochornosa que mi padre estaba encarcelado, en un cuarto angosto con el sol dando oblicuamente contra los cacharros. Leí una noticia de un atentado fallido y de los nombres de las personas capturadas.  Creo que me desmayé mientras los niños sudaban en el espejismo de la canícula de las cuatro de la tarde. Nunca me atreví a verlo en prisión. Todos llegaban tras las visitas moviendo la cabeza, comentando lo delgado que estaba. Prefería mantener la imagen del hombre nervioso, peinado con brillantina, que fumaba cigarros haciendo un arco con la mano en la frente. Para atenuar la culpa tenía una foto de papá debajo de la almohada y  le hablaba en voz baja todas las noches.
Cuando salió libre se quedó en casa. Lo noté más suave en el trato con nosotros, los gestos, el tono de voz. “¿Qué pasa entre tú y mamá?”, pregunté. Los dos se encogieron de hombros, ensayaban frases sin decir nada con sentido. Imagino que debe ser difícil que un hijo te mire con tanto desacierto esperando la respuesta de dos padres desorientados. Ella se asomó al pasillo, hizo café, me indicó un espacio en el sofá. Me contó que lo estaban intentando otra vez. “¿Qué cosa?”, dije. “El estar juntos, ¿no te alegra?”. Pero como era de esperar, la felicidad fue muy  frágil. Un día llegaste solemne para anunciar: “Me voy un año a la Unión Soviética.  A tu padre lo envían a Rumania. Te quedarás con Marta, estarás bien con ella”. La miré fijo no entiendo qué sucedía en mi interior, uno, dos, tres… Cuando llegué al segundo doce salí dando un portazo.
Jamás viajé con ustedes. Ya en mi época circulaban varios mitos relacionados con los hijos de los militantes.  El fantasma de la operación Peter Pan arruinaba todos los deseos de mi madre de ir juntos. Decían que, en Cuba, la CIA había echado a correr el rumor de que el régimen se apropiaría de los niños. Cientos de padres atemorizados enviaron a sus retoños en aviones a hogares y orfelinatos estadounidenses. Los testimonios posteriores fueron dramáticos, años de separación,  niños que crecieron solos, uno que otro abuso del infaltable cura pederasta,  chicos con ataques de pánico, identidades confusas, familias rotas. La otra historia era la de los hijos de los montoneros  argentinos que pasaron su primera infancia en una guardería infantil en La Habana. Desde la sala parvularia se enteraron de las muertes de sus padres, o bien de sus secuestros, dibujaron posibles destinos, se quedaron ronroneando canciones en esa nueva familia conformada por muchos niños y únicamente dos adultos, hasta que la Argentina volvió a la democracia; pero ya no sabían si eran de ahí o de allá.
Me pasé mis catorce años coleccionando billetes de rublos con letras en cirílico, estampillas con el rostro de Lenin, todo esto en la habitación de la amiga de mamá, que me acogió en su casa. Ustedes viajaban por todo el bloque socialista y me enviaban postales. Mi padre se reunió con el Josip Broz Tito o Mariscal Tito, recibí un sobre con el sello Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija y un billete de veinte dinares. Me hice coleccionista de billetes y estampillas por desesperación. Salía al camino del cartero  con la respiración contenida, no alcanzaba a tocar el timbre y yo tendía una mano para recibir los sobres extranjeros con tres estampillas y dos timbres de correos. Cada vez conocía más de nombres de ciudades, de países que localizaba en un mapamundi colgado en la pared. Recortaba la estampilla, la ponía en agua hasta soltar el pegamento y la incluía en un álbum de hojas de cartón y pliegos de papel diamante, intercaladamente.
Mientras picaba unas zanahorias para la cena, le pregunté a Marta cuál era su rol en el partido. “Cuidar a los niños de los camaradas que están en misión, es cuidar  la organización”, me respondió mientras tarareaba una canción de Silvio. Marta tenía una hija universitaria. La miraba con los ojos muy abiertos sin poder disimular mi fascinación por sus pestañas largas, sus piernas firmes.  Ella, más concientizada, traía información y me decía “Te voy a hablar con la verdad”. Le pregunté por su papá, me indicó una imagen fotocopiada en la pared: el rostro anguloso de un hombre con  una frase al pie: “¿Dónde están?” Conocía la pancarta y no dije nada. De venganza, ella me reveló que yo era un “hijo del toque de queda”, lo que no me causó mucha gracia.  También me enteré de qué pasaba con los niños cuando su familia era secuestrada:   los enviaban fuera de Chile, a unas casas colectivas en Suecia o en Francia. Supe lo de los campos de detención en la ciudad y a las afueras, de las cartas pidiendo asilo en las embajadas, me sabía el nombre de cada una de las víctimas de la Caravana de la muerte. Fui la mascota de esas dos mujeres, me alimentaron, me abrigaron, intentaron construirme una vida normal.
Mi primera experiencia sexual fue con Lili. Aún tengo la escena en la retina, desnudándonos a tirones, buscando explosivos en la bodega del patio trasero. Nos unía una biografía atípica, con la inocencia propia de la niñez, pero atravesada por la decisión de nuestros padres de empuñar las armas. Le pregunté  a Lili si tenía algún recuerdo de su padre, “ninguno” me respondió  con rabia, mientras me pasaba una estaca. Hicimos una carpa, juntamos palos, cachivaches y mantuvimos un nido de amor. Era un poco bizarro nuestro hogar, pero tan propio, tan de pólvora. Lili tenía un calendario en el que marcaba un día con un círculo y los siguientes cinco con una elipse. Esos días nos tocábamos con la adrenalina de lo prohibido, hacíamos maniobras al filo y me apartaba cuando estaba por invadir la frontera. Siempre sentí que lo hizo como una misión más, pero con la dedicación de una disciplinada militante; mi aprendizaje amoroso estaba en sus manos. Conformábamos una especie de organización, ella era la jefa, yo el pupilo, luchábamos contra los malos que eran los militares. Luchábamos contra los malos en función de los buenos, que eran nuestros padres. Después, nos abocábamos a las lecciones del deseo: cómo presionar la mano en el lugar secreto, oprimir el botón con movimientos circulares como si fuera el joystick de un Atari, dejar el dedo en esta posición, contener la brusquedad, saber esperar, reconocer la apropiada humedad, dar besos con lengua sin rozar los dientes, buscar aquel intenso espasmo  con los ojos cerrados en un prado.
Marta no preguntaba, ni siquiera creo que sospechara del tenor de nuestra convivencia,  me veía como un niño de catorce años, y a su hija como una mujer de diecinueve. Además siempre estaba ocupada,  atendiendo visitas, tipiando documentos. La recuerdo sentada en el suelo, con la máquina de escribir Olivetti sobre las piernas y los cigarrillos a mano,  hablando con extranjeros, diplomáticos o intelectuales, en dos o tres idiomas distintos de los que transitaba de uno a otro  con una mínima torsión en los labios.  Debo reconocer que en algún punto me conmovía ese ambiente de solidaridad y urgencia. Había compromiso, ilusión en ese desfile de manos que apretaban documentos con firmeza y épica y salían por la puerta principal.

De regreso de su largo viaje ruso, que duró más de dos años, mamá venía casada con el vecino. Yo, en ese entonces, era un temprano adolescente y sabía que cuando me sentaba en la mesa no me veían a mí, veían a mi padre. Su genética dominante hacía presente a un progenitor que brillaba por su ausencia. Sé que mi extremo parecido físico, unos gestos insospechadamente heredados, despertaban  cierto rechazo. Pinchaba la comida con el tenedor,  me la llevaba a la boca, con la cabeza hundida en el plato para evitar miradas ambivalentes. Así me blindaba de sus pensamientos internos: “ahí está el hombre que la dejó embarazada, el que nunca envía plata, el que nunca se sabe dónde está”. El joven revolucionario se había convertido en un ordenado funcionario de alguna ONG ambientalista en Estados Unidos, que continuamente quedaba cesante entre proyecto y proyecto o entre asesoría y asesoría. Yo no existo o existo para nadie, me disuelvo entre los trastos, soy una cosa en un rincón, a veces me descubren en la sala arreglando antiguos juguetes. Mi madre y su nuevo marido siempre cenaban con vino, tras la primera copa se confundían y hablaban de los precios en rublos, cantaban en ruso, y para la segunda copa, confundían  pesos, rublos y escudos entre risitas contagiosas. En ese momento sabía que debía ir a mi dormitorio y dormir con los audífonos puestos.
El día que me mudé a casa de mamá fue el atentado a Pinochet, era un domingo, tomábamos once, un extra del noticiero 60 minutos nos sobresaltó. En la mañana había traído mis cosas, almorzamos juntos, y ahora seguíamos con la once en un esfuerzo por retomar cierta cotidianeidad que fue interrumpida con expresiones de  espanto y decepción. El vecino, nunca fue mi padrastro, insultaba a los responsables por la mala puntería. Yo miraba a mamá que estudiaba cuál debería ser la reacción adecuada frente a su hijo, intuía su felicidad, su culposa felicidad. Se le escapó un “por fin le pasa algo a ese  conchesumadre”. Yo seguía concentrado en la marraqueta con mortadela.  El vecino se daba vueltas lanzando frases iracundas: “tantos años adiestrándose, para qué”, “huevones flojos, poco profesionales, seguro que usaron granadas caseras”. Mamá cambió el tomo y agregó, “no es la vía, ahora habrá más represión”. Otro domingo gris, varios escoltas muertos, los ojos de hurón del nieto de Pinochet con unas magulladuras por las esquirlas de vidrio. En la noche la televisión se pronunciaban una y otra vez las palabras: guerrilla, Nicaragua, subversivos. También se comentó que Fidel Castro, que en esa fecha estaba de gira por Yugoslavia,  fue informado en Belgrado de que el atentado había sido un fracaso. No sé por qué sentía tanta angustia y fui a ver a Lili, ella también estaba consternada, nos encerramos en la habitación, tuvimos sexo, no hubo tiempo ni cabeza para pensar en precauciones. Solo había urgencias: estar dentro de ella, abstraernos de la historia. No miramos el calendario, necesitábamos protegernos del futuro.

Mi padre vino a mi graduación de cuarto medio, por fin le quitaban la letra L del pasaporte y entraba por Policía Internacional más viejo, con la  típica gordura gruesa de los gringos, ropa de buena calidad pero de otra época. En la cena posterior a todos los discursos y formalidades, por fin tuve a mis padres juntos después de años. Les pedí que guardaran silencio, que no me interrumpieran. Era mi turno, me tocaba hablar a mí.
Les diré, a su juventud la confundió la  revolución.  Primero, los trajines de la emergencia diaria. Vivir entre bombas, hombres repartidos entre los escondites, metrallas nocturnas, estado de sitio, toque de queda. Luego los amaños y la nueva escasez, los libros quemados, el despojo de las pertenencias, el escondite en la callejuela. Pero saben, ustedes llegaron tarde a la revolución, veinte años después, insistiendo tozudamente en algo que no resultó, porque la naturaleza humana es imperfecta. ¿Hubo alguna vez igualdad entre los ciudadanos de un mismo país? ¿Hubo en todas las personas la misma fuerza y convicción de trabajar para los demás? A la distancia, creo que se les mezcló la efervescencia de la juventud y la revolución hormonal, porque los camaradas eran también parejas, los grandes amores duraban, como mucho, unas semanas y ya había alguien nuevo para proyectar la misma sublevación, pero con mayor  intensidad. Ahora sospecho de su valentía, creo que corrieron riesgos innecesarios, encontraron una forma de canalizar la adrenalina juvenil, pusieron en la “causa” sus problemas personales, su inestabilidad emocional. Se creyeron los mesías del futuro, portando armas, vistiendo camuflados, hablando siempre del futuro en primera persona del plural. Jugaron a la guerra, pero con los soldados de plomo del damero familiar. El saldo para ustedes no fue tan malo,  aprendieron idiomas, estudiaron posgrados con becas de organizaciones internacionales, ganaron prestancia globalizada. Mi existencia resultó irreconciliable con sus metas políticas, desatendieron su mundo privado. Son un ejemplo para los demás, para mí, unos egoístas. Hay una enorme necesidad de ser hijo. Pero nadie se quedó conmigo como  primera prioridad. No los quiero juzgar por tener motivaciones distintas. Pero me parece que ambos pecaron de soberbia, arrojo, falso heroísmo. Pobres diablos, son un cóctel de todo eso. Hubo un esplendor de bocas engreídas con consignas trasnochadas, de recelos infinitos de cómo se debe vivir. Debieron haber dado  un paso al costado y dejar pasar la fila de muertos, ¿qué se iba a lograr con sus tímidos esfuerzos?  En fin, cada quien tiene su mentira vital,  sin la cual la inexistencia diaria y acostumbrada se desmoronaría; la de ustedes consistía en simulacros de valentía, de lucha colectiva. Cómo nos van cobrando a todos el alquiler del mundo que habitamos.

El tiempo que siguió no me dio tregua. Mi padre regresó a Estados Unidos, mi madre tuvo un accidente vascular que la dejo hemipléjica y con daño cerebral severo. Me sentaba junto a ella en una casa en la playa, mirábamos el horizonte por la ventana. Yo hablaba y hablaba. Tengo la sospecha de un mundo mejor.  Te busco recostándome en tu regazo. Alejémonos de la cocina. Ahí están los platos, tus plantas, tus cuadernos. Distanciémonos de los vasos, las cucharas, tus fotos de jovencita guerrillera en el refrigerador. No, busquemos los boletos de bus, los mapas, las maletas con rueda, los manifiestos, los afiches del Che Guevara. Me miraba sin parpadear. Lili me telefoneó con un “parece que, ven urgente”. Viajé a Santiago esa misma tarde. Ella me esperaba con un kit comprado en la farmacia. Me dio un beso desabrido y entró al baño. Sentado en la cama desplegué el instructivo del test, decía que medía la presencia de una hormona en la orina llamada Gonadotrofina Coriónica Humana o de Subunidad hCG.
Los cinco minutos de espera se me hacen infinitos. Pienso en mi infancia, en las postales, en Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija, en los “¿Dónde están?”, en la marraqueta con mortadela,  en la estampillas de Stalin, en la carpa del amor, en la máquina de escribir Olivetti. Lili viene hacia mí con la tira marcada con un signo positivo en rojo entre dos orificios, a mí que no me gustan nada las sumas ni las restas. Y claro una metralla de recriminaciones: ¿Por qué no me pajeé al lado? ¿O terminé afuera?  ¿Por qué sigo siendo un perro caliente? Pienso en la enorme necesidad de ser hijo antes de ser padre. Siento una gran arcada y no sé en qué ideología disfrazar mi desgano de ser padre.

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Claudio Maldonado



Claudio Andrés Maldonado nació el 20 de Mayo de 1977, en la ciudad de Curicó. El año 2004 obtiene la beca de escritores noveles del Fondo del libro y la Lectura con su libro de cuentos Santo Sudaca. El año 2008, lo publica, a través de la Editorial Fuga. Ese mismo año organiza el Encuentro de narrativa nacional Frontera Boca Arriba en la ciudad de Temuco. El año 2010, a través de Editorial del Aire, edita el libro Clínica de la Libertad, textos de narrativa en la cárcel de Temuco. Ese mismo año obtiene la beca de escritores profesionales del Fondo del libro y la Lectura con su novela Piel de Gallina. 

Publicaciones:

La caída del silencio (2001) Ediciones Aguafuerte/ Temuco.
Santo Sudaca (2008) Editorial Fuga / Santiago.
Clínica de la Libertad (2010) Editorial del Aire/ Santiago.
Próxima publicación: Piel de Gallina / novela.


FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 1 DE LA NOVELA PIEL DE GALLINA.

Me llamo Víctor Hermógenez Mujica Lira. Con 18 años había pasado con éxito todas las pruebas académicas y sicológicas para ser un buen soldado del ejército de Chile. Me faltaba aprobar la revisión médica y ya era. La noche previa a ese chequeo médico, todos en mi grupo sabían que los soldados nos darían un “bautizo de bienvenida”. Era pasada la medianoche y no podíamos dormir. Yo había vivido eso de ser carnero en mi época de liceo, y mi hermano me había contado, como en su primer año de universidad, lo habían obligado a morder una salchicha con yogur colgando del cierre de un tipo de tercer año. Así que esperábamos ser pintados y apaleados. Ha eso de las 2 de la madrugada entraron los soldados, con sendas cajas de vino, cartones de cigarros y varios huiros de paraguaya. A punta de patadas en la raja nos hicieron saltar de las literas. Nos pusieron en fila y luego nos dieron un abrazo tan, pero tan apretado, que muchos compañeros se cagaron hasta los talones. Eso fue bueno, porque se relajó el ambiente y nos curamos y botamos humo a todo Morrison. Enchufaron una radio y pusieron, con volumen bajito, cumbias. Eran como veinte soldados, la mayoría unos morenos estupendos, de un metro ochenta. Tanto ejercicio les había dejado las espaldas como ropero. Se reían con nosotros, echaban la cabeza para atrás, hablaban de las plazas de su pueblo, de patear a un boliviano o a un peruano para salvar a Chile de la falta de cobre. Todo iba muy bien, hasta que uno de los morochos hizo sonar un pito y otro salió al patio y volvió con un rollo de alambre. Hasta aquí llegó la buena onda. Varios se pusieron chúcaros con la actitud. Pero éramos débiles, y de nuevo, con un par de patadas en la raja, nos tiraron a las literas y nos amarraron de las patas y las manos. Encendieron la luz. Los soldados se sacaron los bototos y luego los pantalones. No decían nada, y su silencio se perdía en el jadeo del miedo. Frente a frente se paseaban mostrando sus muslos fibrosos, sus caderas filudas, sus colas paraditas. Yo traté de concentrarme en el bulto de sus calzoncillos, y lo logré, porque mucha incertidumbre tenía, pero entre tanto macho rico no podía cerrarme a la película de un bautizo bien enculado. Aunque la realidad fue más potente que mi fantasía, y esto no era por ser el gay oculto del barracón. Teniendo claro lo que pesa el pudor, si se daba la chance nunca faltaría el baño o el matorral donde limarse la joroba. Volvió a sonar el pito y ahí fue cuando vimos a los morochos arrancarse las camisetas, las dejaron echa tiras en el suelo, como en un martes femenino. Alguien subió el volumen de la música. Como en una despedida de solteras mudas presenciamos el horror. Todos los soldados tenían un agujero en el centro de su pecho. Un hundimiento en la parte baja del tórax, una cavidad donde perfectamente cabía una manzana curicana, y en algunos, hasta un meloncito calameño. Que mierda les pasó, qué le hicieron a estos gallos, pensamos todos. Pero nadie quería preguntar por la deformación. La cumbia sonaba a todo ritmo. Amarrados a los catres, con los ojos clavados en la rareza y aturdidos por la música, los vimos en posición firme, saludables. El hoyo de sus pechos parecía no afectarles ningún órgano. Hasta que uno de ellos suspiró, levantó una caja de vino, se mandó un sorbo y nos dijo: Bienvenidos a la institución reclutas, estamos cumpliendo con el deber de mostrarles nuestro pecho, si los hemos amarrado fue para darle más color al asunto. Pero debe quedar claro, hoy no responderemos preguntas de ningún tipo. Y esperamos que mañana, en la revisión médica, si nuestra Virgen del Carmen lo permite, uno de ustedes sea el elegido. En caso de no ser así, el próximo año, en esta misma fecha, deberán recibir a los nuevos, y de la misma forma en que nosotros nos hemos presentado, darán el instructivo que ahora escuchan. Sé que hay muchas preguntas en su mente, pero mañana en la revisión lo podrán entender. Ahora todos conmigo, dijo el soldado, ¡Viva la Virgen del Carmen! ¡Vivaaa! Gritamos a coro y nos quedamos dormidos. Al otro día, alguien, con un alicate cortó los alambres. Lo mejor era no calentarse la cabeza, obedecer, luego pensar. La duda nos comía a todos, pero igual estábamos esperando que algún simplón hablara del agujero y del elegido para darle una buena pateadura con escupo y raspacachos. Mientras desayunábamos un Cabo pegó en la pared una lista con el horario de la revisión. Bajo la nómina se nos pedía hablar del proceso sólo cuando tuviéramos el informe en nuestro poder. Esto con la intención de darle al documento seriedad incuestionable. Firmaba Belisario Arturo Mayorga Montenegro, el Mayor encargado de la evaluación. Me correspondió a las 17 con 15. A esa hora entré por la puerta lateral de la enfermería. El Mayor me recibió con un fuerte apretón de manos y me ofreció un sillón. Era un cincuentón de huesos anchos y estatura por sobre la media chilena. Su piel era tan blanca que yo podía ver clarito las venas de sus manos y su cuello. Como si fuera de sangre azul. Ojos verdes, nariz respingada, mentón papiche españolado. Un bello ejemplar, si no hubiera sido porque su cabeza no juntaba ni pegaba con la cuerpada. Era como un búfalo con el porte de una cabeza de cordero. Me preguntó si había tomado leche de burra y le dije que cuando niño me había tomado un jarro entero y no me había hecho mal. El Mayor hizo un asterisco en su libreta, de una caja sacó un botellón y lo puso en su escritorio. En la etiqueta decía: dos litros leche de burra. El Mayor movió su cabecita y susurrando me dijo: tómese toda la leche. Tiene 10 minutos. No me calenté el cráneo, obedecí, pensé en la plaza de mi pueblo, en la cara de mi abuela, en los alambres, en todas esas cuestiones que me hacían ser yo, cosas que siendo tan joven pateaba por simplonas, pero que con el tiempo me enseñaron a recibir y a desconfiar de las cosas peludas del mundo, el amor, la valentía, el miedo a la muerte, cuestiones que uno cree ser el dueño. Pero al final uno no es dueño de nada, de nada. Y era bueno estar vivo en eso, aunque a los 18 no lo sabía, ya captaba que de ahí partía el pensamiento. Me serví la leche sin chistar. Cuando se me infló la panza el Mayor me ordenó sacarme la ropa y abrir las piernas. Mi Mayor apretó los labios y volvió a dibujar un asterisco en su libreta. Se pegó un palmazo en la frente y fue al perchero por su delantal. El procedimiento fue rápido. Mi Mayor metió su cabecita entre mis bolas y olfateó el tronco de mi pene. Lamió la vena un rato largo, hasta que como un tragasables comenzó a chupar. La plaza de mi pueblo, la joroba limada, el vino en el cielo. Cuando eyaculé, me dije, aquí viene el último asterisco. Pero mi Mayor quería más. Aguanté la segunda. No era mi esperma su interés, incluso la escupía con asco en un riñón metálico. Al tercer choque Mayorga comenzó a tragar los primeros chorros de la leche de burra. Yo con los ojos pegados al techo, sentía el sonido de mi estómago vaciándose y los gruñidos del Mayor mamando. En algún momento la ordeñada tenía que parar. Porque yo era una vaca de dos litros y punto. Cuando escuché mi primer suspiro lo creí cuestión de pena, pero ya con el segundo sentí una pata de elefante en mi costilla. El Mayor se despegó y se tiró al sillón. Con la cara toda roja agarró una maquinita digital y se tomó la presión. Con el tercer suspiro sentí un cosquilleo en el pecho, y cuando me fui a rascar la piel, yo tenía un agujero en el centro. Así fue. El hueco era sin dolor ni sangre. El tamaño del vacío era del porte de mi puño. Ya era uno más. El Mayor paró su oreja y se acercó a la mía. Por esto ganamos nuestra libertad, Mujica: ¡Ejército chileno siempre vencedor jamás vencido! Fue ahí cuando vi que miraban por la ventana. Era una cabeza con la cara pegada a un vidrio roto. El Mayor miró de reojo y luego me dijo algo del criterio. Con un palmazo en la nuca me mandó atrás del biombo. Mi Mayor abrió la puerta y alegó con el guardia. Luego entró con un hombre. ¡Oh Madre del Carmelo! Cúbreme con tu manto porque tengo frío y miedo, sácame de aquí sin novedad, deja disfrutar de mi agujero y no me cargues con el cacho de la revolución. Eso le dije a la virgencita, mientras Mi Mayor hablaba de un atado entre José de San Martín y un centinela. La Virgen del Carmen se me apareció aspirando una bolsa de tolueno. A la redentora le trapeaba la lengua por el piso. Afirmándose en la corona le hizo empeño y me dijo: Hijo mío, ese hombre es Lizardo, no te quiere, no le pidas nada, no te dará nada, pero igual te abrirá las puertas del cielo. La Virgen, antes de irse, me empujó fuera del biombo. Conocí al hombre. Tenía un canasto lleno de papeles. Esperaba cualquier cosa, menos a mí. Lo noté cansado, con rabia de verme tan volado y en pelotas. No era mi culpa, era culpa del Mayor y de la Virgen del tolueno. 

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Francisco Miranda




Francisco Miranda. Santiago, 1962. Trabajador, escritor y profesor de Castellano, educador popular, editor independiente y gestor cultural.
Primer lugar Primer concurso nacional de cuentos para escritores jóvenes “Manuel Rojas”, Mosquito Editores y Fundación Natanael Beskow (Suecia), 1991.
Ha publicado los libros: “SubVersos–Des(h)echos”, LOM Ediciones, 1993; “Perros agónicos” (cuentos), LOM Ediciones, 1997. “El sindicato” (novela), La Calabaza del Diablo, 2001; y “Bailar con la fea” (cuentos), La Calabaza del Diablo, 2009. En 1992 publicó el texto “Cuento de hadas”, en revista “El Canelo”, Nº 31, enero.
Su trabajo ha sido recogido en las antologías: “Urgentes y rabiosos”, Antología del concurso “Manuel Rojas”, Mosquito Editores, 1991; “Crímenes criollos”, antología del cuento policial chileno, Mosquito Editores, 1994. “Letras rojas”. Cuentos negros y policiacos, LOM Ediciones, 2009.
Como editor independiente ha publicado: “Entrevista que nunca fue” (Cartas de Pablo Vergara: Profeta de la revolución)”, Ediciones Puño y Letra, 1990 (reeditado 2004 y 2010); “Retrato hablado” (Eduardo y Rafael Vergara. Testimonios de sus amigos), Ediciones Puño y Letra, 1992; “29 Marzo” (Recopilación de testimonios literarios), Ediciones Puño y Letra y Biblioteca Libre “Rodrigo Cisterna”, Villa Francia 2010. “Aquí estamos – Así somos” (Aniversario de oro de un club de barrio: Dantón Fairlie, de Las Rejas Sur), 2007.
Tiene inéditos los libros: “Hijas del espantapájaros” (poemas) y “Salvatierra” (novela breve).



Capítulo inicial novela “El sindicato”
La Calabaza del Diablo, 2001

 “cuando el mundo tira para abajo
es mejor no estar atado a nada”
(charly garcía)
tijera corta papel
Tú no te das ni cuenta, pero siempre estás; aunque no te veamos, estás presente. Una especie de sombra en la oscuridad o de flash en medio de la luz, así te descubrimos entre nosotros. Pero quizá lo más fabuloso es que siempre te apareces sin previo aviso, de repente, en medio de cualquier lugar; llegas sin dar señales de pronto sin prisa y te quedas un rato dejando una alegre vibra que dura hasta tu otra aparición. Yo, la verdad, para ser sincero, nunca te espero. Cargando pequeños afanes en mi cuerpo, recordando viejas ilusiones de algún tiempo atrás, de cuando el sur se abrió de piernas para dejarme entrar hasta sus más lluviosas noches en carpa o de fogatas a la intemperie bajo la ciudad de las estrellas, ebrio de sabores, humos y licores. Ese sur que tú conociste en otras rutas o sendas que nada tenían que ver con la magia de torrantear sin niuno, o casi con lo justo, que nunca alcanza para asegurar el regreso por nadie deseado, y siempre latente escondido en algún descuido. Tú apareces porque sí o porque no, nomás. Pero lo más increíble es que siempre llegas trayendo esa alegría que esconde tus trancas: inventando nuevas ilusiones, romances furtivos, historias de lucha, encuentros fugaces, aventuras odiosas; pero por sobre todo trayendo una cascada de palabras para refrescar el alma o invitar al cuerpo a una magia de brebajes nuevos; frases para descifrar la música que jamás puedes emitir y que sin embargo te acompaña en una banda sonora de tus rollos, tus películas, o tus actos. No podría ser de otro modo. Sin la música, sin el color, tus palabras sonarían como vacías. Porque son los sentidos humanos los que le dan fuerza a esas grafías, esos graffitis que tiras en el papel, con esa capacidad tuya de juntar las palabras, frases, páginas, historias. Ahora que hace tanto que no apareces, jamás se me ha ocurrido pensar en tu muerte. La muerte no tiene nada que ver contigo, aunque te mueras. Eso dalo por hecho. Incluso más fuerte que creer o no en dios, en cualquiera, porque en lo precario de nuestras vidas jamás tuvo presencia algo tan sublime o sin sentido como alguna religión, sobre todo ahora que no sentimos respeto por casi nada, ni siquiera por los saludos tan formales y adecuados. Pero es maravilloso verte llegar y ahora que lo pienso, de algún modo que me cuesta reconocer, te echo de menos, y en medio de toda esta gente que me viene a ver, no logro divisar tu figura destellante, “wish you were here” diamante loco. Hacen falta tantas ganas, para salir del sub terra, que no logro comprender cómo es que no vienes hoy, para marear un poco la noche, para subir un momento los ánimos y revolcar las manos en algún cuerpo, para salir a recorrer las calles en el rito de antes, de cuando la manga era pendeja y se atrevía a casi todo: a recorrer los basurales buscando pertrechos para la gran barricada de cada mes; a ensayar los temas que nunca grabaríamos para poder pasar a la historia como la banda de rock anónima menos conocida de los suburbios del tercer mundo; a enamorar las noches con cualquier jumper o minita sub veinte que se atreviera a sacarse la ropa sin esperar palabras de amor; a bailarse los sábados en cualquier casa disponible y beberse todo para sacar a relucir un poco el ánimo de desafiar el toque de queda impuesto desde casi siempre; a traicionar una reunión importante con los comandos de agitadores rebeldes por algún viaje de placer en medio de la nada con los bolsillos vacíos pero con cualquier onda en el alma. Tu recuerdo siempre vivo se mantiene porque siempre alguien traía una nueva noticia de tus días y noches en la ciudad paca, de esa yuta que nos huevonea y apalea para que nunca olvidemos que nos mataron un par de hermanos, los antiguos guerreros de esta tierra insurrecta revividos en jóvenes combatientes que tomaron, fornicaron y pelearon como cualquier hijo de estos barrios, quizá un poco más para dejar la estrella lanzada de no arrepentirse nunca de los actos y dudar tal vez de una frase mentirosa dicha en un mal momento para salir del paso, en cobarde actitud, justificando los errores de nuestra ruta viajera por los confines de la periferia.
Yo no logro dejar de rumiar la peste del resentimiento. Es como el ancestral vicio de no pagar cuentas, no comprar cuentos ni vender ilusiones. A nadie. Pegado en un lejano pero contundente ayer que no tiene nada que ver con el mejor tiempo pasado, sino que se asemeja mucho más a esa nostalgia de haberlo hecho todo, sin permiso, y haber disfrutado de cada acto, aunque a veces me arrepienta de lo dicho. Tal como una noche mareada lo predicaste a los cuatro puntos cardinales y nadie comprendía entre puñetes, patadas y balazos. Orgulloso de haber levantado los estados de sitio, los toques de queda a punta de puro pellejo y caminatas hasta el amanecer, enamorándonos de nosotros mismos, porque éramos tan hermosos adolescentes, todos éramos la perfecta combinación de amigos y amores, colores y músicas, danzas y guerras contra el mismo imperio de la estupidez que disparaba desde todos los frentes, en un campo operativo que estaba impuesto y al cual ninguno dijo no; sólo aceptamos el desafío, chipún tercera,  y apechugamos, por suerte, y no nos quedamos frente a la tele deseando nomás, sino que igual dijimos lo queremos. Claro, quizá si nos ponemos a sacar conclusiones fáciles lleguemos a reconocer que perdimos, mierda, claro que perdimos; pero en ese trámite nos hicimos, tal como ahora nos pueden ver, erguidos, con la frente en alto, arrogantes y siempre desafiando a cualquiera, al que se ponga por delante, porque fuimos capaces de rescatar el pasado, te das cuenta rescatar, no cualquier huevada, sino lo mejor de lo nuestro: las roterías, las pendejadas, las calenturas, las goleadas a favor. Ahora, claro, entre la pega que te chupa y el carrete que te revienta, uno puede decir que está bien, pero que ya va a pasar, o que estás bien pero no importa, cuando en verdad estoy jodido y podrido, hecho un montón de basura no reciclable, ni siquiera por las iglesias de los últimos días o las festivas que te acusan con ese dedo pecador que se levanta, no para pedir la palabra sino para acatar.
De todos modos, volverte a ver siempre será como llegar a un centro de venta de combustible, una farmacia de turno, una botillería abierta cualquier madrugada, y caminar a tu lado llorándome, porque se puede, y decirte que no tolero las traiciones al corazón, que no soporto la fealdad, que me abruma el vacío de los funerales, que me da pánico la cárcel, que me asusta el olor de los hospitales, que me repele la solemnidad de los templos, que me agrede la frialdad de los bancos; en fin todo ese cáncer, que me corroe día a día, como el mongoloide sentido de pertenencia a un país, un partido, una familia; no me soporto ni yo. Por eso te busco en silencio. Porque eres amigo de verdad. Agradezco a la vida la oportunidad de putearla. Con ganas. Y vomitarla después de tragar de todo sin preguntar por qué. Ya no con esa ilusión de que cambiar el mundo y la historia era posible, sino con la certeza de que si no mueres pendejo como revolucionario, te morirás de viejo como reaccionario, repeliendo a todo el mundo, y proyectando esa imagen de hijo de puta asegurado, que nunca deja mal puesto el nombre de nadie, para no pagar las consecuencias, y agachar el moño.  ¿Patán, dónde cresta andái metido?



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