Claudio Maldonado
Claudio Andrés Maldonado nació el 20 de Mayo de 1977, en la ciudad de Curicó. El año 2004 obtiene la beca de escritores noveles del Fondo del libro y la Lectura con su libro de cuentos Santo Sudaca. El año 2008, lo publica, a través de la Editorial Fuga. Ese mismo año organiza el Encuentro de narrativa nacional Frontera Boca Arriba en la ciudad de Temuco. El año 2010, a través de Editorial del Aire, edita el libro Clínica de la Libertad, textos de narrativa en la cárcel de Temuco. Ese mismo año obtiene la beca de escritores profesionales del Fondo del libro y la Lectura con su novela Piel de Gallina.
Publicaciones:
La caída del silencio (2001) Ediciones Aguafuerte/ Temuco.
Santo Sudaca (2008) Editorial Fuga / Santiago.
Clínica de la Libertad (2010) Editorial del Aire/ Santiago.
Próxima publicación: Piel de Gallina / novela.
FRAGMENTO DEL CAPÍTULO 1 DE LA NOVELA PIEL DE GALLINA.
Me llamo Víctor Hermógenez Mujica Lira. Con 18 años había pasado con éxito todas las pruebas académicas y sicológicas para ser un buen soldado del ejército de Chile. Me faltaba aprobar la revisión médica y ya era. La noche previa a ese chequeo médico, todos en mi grupo sabían que los soldados nos darían un “bautizo de bienvenida”. Era pasada la medianoche y no podíamos dormir. Yo había vivido eso de ser carnero en mi época de liceo, y mi hermano me había contado, como en su primer año de universidad, lo habían obligado a morder una salchicha con yogur colgando del cierre de un tipo de tercer año. Así que esperábamos ser pintados y apaleados. Ha eso de las 2 de la madrugada entraron los soldados, con sendas cajas de vino, cartones de cigarros y varios huiros de paraguaya. A punta de patadas en la raja nos hicieron saltar de las literas. Nos pusieron en fila y luego nos dieron un abrazo tan, pero tan apretado, que muchos compañeros se cagaron hasta los talones. Eso fue bueno, porque se relajó el ambiente y nos curamos y botamos humo a todo Morrison. Enchufaron una radio y pusieron, con volumen bajito, cumbias. Eran como veinte soldados, la mayoría unos morenos estupendos, de un metro ochenta. Tanto ejercicio les había dejado las espaldas como ropero. Se reían con nosotros, echaban la cabeza para atrás, hablaban de las plazas de su pueblo, de patear a un boliviano o a un peruano para salvar a Chile de la falta de cobre. Todo iba muy bien, hasta que uno de los morochos hizo sonar un pito y otro salió al patio y volvió con un rollo de alambre. Hasta aquí llegó la buena onda. Varios se pusieron chúcaros con la actitud. Pero éramos débiles, y de nuevo, con un par de patadas en la raja, nos tiraron a las literas y nos amarraron de las patas y las manos. Encendieron la luz. Los soldados se sacaron los bototos y luego los pantalones. No decían nada, y su silencio se perdía en el jadeo del miedo. Frente a frente se paseaban mostrando sus muslos fibrosos, sus caderas filudas, sus colas paraditas. Yo traté de concentrarme en el bulto de sus calzoncillos, y lo logré, porque mucha incertidumbre tenía, pero entre tanto macho rico no podía cerrarme a la película de un bautizo bien enculado. Aunque la realidad fue más potente que mi fantasía, y esto no era por ser el gay oculto del barracón. Teniendo claro lo que pesa el pudor, si se daba la chance nunca faltaría el baño o el matorral donde limarse la joroba. Volvió a sonar el pito y ahí fue cuando vimos a los morochos arrancarse las camisetas, las dejaron echa tiras en el suelo, como en un martes femenino. Alguien subió el volumen de la música. Como en una despedida de solteras mudas presenciamos el horror. Todos los soldados tenían un agujero en el centro de su pecho. Un hundimiento en la parte baja del tórax, una cavidad donde perfectamente cabía una manzana curicana, y en algunos, hasta un meloncito calameño. Que mierda les pasó, qué le hicieron a estos gallos, pensamos todos. Pero nadie quería preguntar por la deformación. La cumbia sonaba a todo ritmo. Amarrados a los catres, con los ojos clavados en la rareza y aturdidos por la música, los vimos en posición firme, saludables. El hoyo de sus pechos parecía no afectarles ningún órgano. Hasta que uno de ellos suspiró, levantó una caja de vino, se mandó un sorbo y nos dijo: Bienvenidos a la institución reclutas, estamos cumpliendo con el deber de mostrarles nuestro pecho, si los hemos amarrado fue para darle más color al asunto. Pero debe quedar claro, hoy no responderemos preguntas de ningún tipo. Y esperamos que mañana, en la revisión médica, si nuestra Virgen del Carmen lo permite, uno de ustedes sea el elegido. En caso de no ser así, el próximo año, en esta misma fecha, deberán recibir a los nuevos, y de la misma forma en que nosotros nos hemos presentado, darán el instructivo que ahora escuchan. Sé que hay muchas preguntas en su mente, pero mañana en la revisión lo podrán entender. Ahora todos conmigo, dijo el soldado, ¡Viva la Virgen del Carmen! ¡Vivaaa! Gritamos a coro y nos quedamos dormidos. Al otro día, alguien, con un alicate cortó los alambres. Lo mejor era no calentarse la cabeza, obedecer, luego pensar. La duda nos comía a todos, pero igual estábamos esperando que algún simplón hablara del agujero y del elegido para darle una buena pateadura con escupo y raspacachos. Mientras desayunábamos un Cabo pegó en la pared una lista con el horario de la revisión. Bajo la nómina se nos pedía hablar del proceso sólo cuando tuviéramos el informe en nuestro poder. Esto con la intención de darle al documento seriedad incuestionable. Firmaba Belisario Arturo Mayorga Montenegro, el Mayor encargado de la evaluación. Me correspondió a las 17 con 15. A esa hora entré por la puerta lateral de la enfermería. El Mayor me recibió con un fuerte apretón de manos y me ofreció un sillón. Era un cincuentón de huesos anchos y estatura por sobre la media chilena. Su piel era tan blanca que yo podía ver clarito las venas de sus manos y su cuello. Como si fuera de sangre azul. Ojos verdes, nariz respingada, mentón papiche españolado. Un bello ejemplar, si no hubiera sido porque su cabeza no juntaba ni pegaba con la cuerpada. Era como un búfalo con el porte de una cabeza de cordero. Me preguntó si había tomado leche de burra y le dije que cuando niño me había tomado un jarro entero y no me había hecho mal. El Mayor hizo un asterisco en su libreta, de una caja sacó un botellón y lo puso en su escritorio. En la etiqueta decía: dos litros leche de burra. El Mayor movió su cabecita y susurrando me dijo: tómese toda la leche. Tiene 10 minutos. No me calenté el cráneo, obedecí, pensé en la plaza de mi pueblo, en la cara de mi abuela, en los alambres, en todas esas cuestiones que me hacían ser yo, cosas que siendo tan joven pateaba por simplonas, pero que con el tiempo me enseñaron a recibir y a desconfiar de las cosas peludas del mundo, el amor, la valentía, el miedo a la muerte, cuestiones que uno cree ser el dueño. Pero al final uno no es dueño de nada, de nada. Y era bueno estar vivo en eso, aunque a los 18 no lo sabía, ya captaba que de ahí partía el pensamiento. Me serví la leche sin chistar. Cuando se me infló la panza el Mayor me ordenó sacarme la ropa y abrir las piernas. Mi Mayor apretó los labios y volvió a dibujar un asterisco en su libreta. Se pegó un palmazo en la frente y fue al perchero por su delantal. El procedimiento fue rápido. Mi Mayor metió su cabecita entre mis bolas y olfateó el tronco de mi pene. Lamió la vena un rato largo, hasta que como un tragasables comenzó a chupar. La plaza de mi pueblo, la joroba limada, el vino en el cielo. Cuando eyaculé, me dije, aquí viene el último asterisco. Pero mi Mayor quería más. Aguanté la segunda. No era mi esperma su interés, incluso la escupía con asco en un riñón metálico. Al tercer choque Mayorga comenzó a tragar los primeros chorros de la leche de burra. Yo con los ojos pegados al techo, sentía el sonido de mi estómago vaciándose y los gruñidos del Mayor mamando. En algún momento la ordeñada tenía que parar. Porque yo era una vaca de dos litros y punto. Cuando escuché mi primer suspiro lo creí cuestión de pena, pero ya con el segundo sentí una pata de elefante en mi costilla. El Mayor se despegó y se tiró al sillón. Con la cara toda roja agarró una maquinita digital y se tomó la presión. Con el tercer suspiro sentí un cosquilleo en el pecho, y cuando me fui a rascar la piel, yo tenía un agujero en el centro. Así fue. El hueco era sin dolor ni sangre. El tamaño del vacío era del porte de mi puño. Ya era uno más. El Mayor paró su oreja y se acercó a la mía. Por esto ganamos nuestra libertad, Mujica: ¡Ejército chileno siempre vencedor jamás vencido! Fue ahí cuando vi que miraban por la ventana. Era una cabeza con la cara pegada a un vidrio roto. El Mayor miró de reojo y luego me dijo algo del criterio. Con un palmazo en la nuca me mandó atrás del biombo. Mi Mayor abrió la puerta y alegó con el guardia. Luego entró con un hombre. ¡Oh Madre del Carmelo! Cúbreme con tu manto porque tengo frío y miedo, sácame de aquí sin novedad, deja disfrutar de mi agujero y no me cargues con el cacho de la revolución. Eso le dije a la virgencita, mientras Mi Mayor hablaba de un atado entre José de San Martín y un centinela. La Virgen del Carmen se me apareció aspirando una bolsa de tolueno. A la redentora le trapeaba la lengua por el piso. Afirmándose en la corona le hizo empeño y me dijo: Hijo mío, ese hombre es Lizardo, no te quiere, no le pidas nada, no te dará nada, pero igual te abrirá las puertas del cielo. La Virgen, antes de irse, me empujó fuera del biombo. Conocí al hombre. Tenía un canasto lleno de papeles. Esperaba cualquier cosa, menos a mí. Lo noté cansado, con rabia de verme tan volado y en pelotas. No era mi culpa, era culpa del Mayor y de la Virgen del tolueno.
Posteado por Angela Barraza Risso
el 8:24. etiquetado en:
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