Andrea Jeftanovic
Andrea
Jeftanovic (Santiago, 1970). Es socióloga y
doctora en literatura por la
Universidad de California, Berkeley. Narradora,
ensayista y docente. Es autora de las novelas “Escenario de guerra” (Alfaguara,
2000; Baladí, 2010) y “Geografía de la Lengua” (Uqbar, 2007), del volumen de
cuentos “No aceptes caramelos de extraños” (Uqbar, 2011) y del conjunto de
testimonios y entrevistas “Conversaciones con Isidora Aguirre” (Frontera Sur,
2009). También es co-autora del libro “Crónicas de oreja de vaca” (Bartleby,
2011).
Ha
indagado en el ensayo, campo en el que publicó
“Hablan los hijos. Estéticas y
discursos de la perspectiva infantil” (Cuarto Propio, 2011). Ha obtenido
distinciones, tales como premio Consejo Nacional de la Cultura y las Artes a la
mejor obra editada y Juegos Literarios Gabriela Mistral, como asimismo ha
recibido becas para residencias literarias.
Actualmente
se desempeña como académica en la Universidad de Santiago de Chile y trabaja en
nuevos proyectos literarios.
La necesidad de ser hijo
Cómo me iba a servir de tales platos distantes esas cosas, cuando
habráse quebrado el propio hogar, cuando no asoma ni madre a los labios. Cómo
iba yo a almorzar nonada.
César Vallejo
Nací entre frases
de pésame, “ya todo se arreglará”, “van a salir adelante”, “un hijo siempre es
una bendición”, “todo ocurre por algo”. Yo me pregunto: ¿Por qué no te pajeaste
al lado? ¿O terminaste afuera? ¿Qué hacía un pendejo en uniforme escolar recibiendo
a su hijo en el hospital? ¿Y una cabra chica a quien casi se le desgarra el útero por hacerse la
grande? ¿No había una farmacia cerca? ¿No escucharon nunca el cuento de la
semillita? ¿No podían tomarse la temperatura y enterarse del día de ovulación?
Perros calientes; y les caí yo de regalo inesperado para siempre. Nací parado,
a punto de asfixiarme, amenazando con rajarle las entrañas a mi mamá, obligando
una cesárea de urgencia que nos salvó la vida a los dos. Después, como si fuésemos tres hermanos,
compartimos la misma habitación, incluso la misma cama. En ese tiempo, ¿quién
lloraba más, ustedes o yo? No los dejaba dormir con mis berridos. Mi papá dio
sus pruebas globales en vacaciones, mi mamá rindió exámenes libres el año
siguiente. A ninguno le fue bien en la
prueba de ingreso a la universidad.
Pero ustedes no
eran un par de adolescentes cualquiera,
ustedes querían hacer la revolución, entonces yo era un doble obstáculo,
para vivir su juventud y para hacer política. Nací escuchando música de la
nueva trova, rock de los setenta, cultivando el oído con tanta melodía
distorsionada. Las primeras palabras que aprendí fueron: valores, ideología,
partido, pueblo. Todas palabras que imaginaba que mis padres pronunciaban en
mayúsculas.
El verano siguiente papá se fue al sur por una reunión de las
juventudes del partido, no supimos nada de él durante tres meses. Un vecino
comenzó a rondar a mamá. Traía libros,
escribían pancartas, iban a reuniones clandestinas (a las que yo también
asistía con mi cuaderno para colorear). Una mañana la vino a buscar con un
pañuelo que le tapaba la boca, lo llevaba tan mal puesto, que más que una
estrategia de clandestinaje, me parecía un vulgar juego de seducción. Y fue
así, esa noche se quedó a dormir. A través del tabique de la habitación sentí
los gemidos y las risas de dos personas que se gustan. En una artimaña
evidente, regresó al día siguiente con un regalo para mí, una pista de autos
que hacía bastante ruido. Yo pensaba que un tren hubiese sido mejor, con sus pitos
intermitentes y sus ruedas sinuosas. Cuando regresó papá, hubo una fuerte
discusión de la que se enteraron todos los vecinos, eran lanzadas como boomerangs las grandes palabras de
siempre: valores, compromiso, ideología, partido, pueblo. No sé si en ese
orden, pero sí con esa frecuencia: valores, compromiso, ideología, partido,
pueblo. Yo dibujaba una estrella con
cinco puntas y hacía marcas en cada
repetición.
Las reuniones
clandestinas terminaban en tragos y parejas durmiendo en la alfombra de la sala
de estar. Una vez un padrastro del que me había encariñado, se apareció días
después en la casa de mi papá, pero con barba, peluca y acento uruguayo. Yo lo miraba de reojo, lo evocaba roncando en
la cama de mamá, mientras ahora lo escuchaba haciéndose el estratega de alguna
operación comando. De ahí en adelante,
comenzamos a ser la familia cromosoma 21: dos madres, tres padres, cinco
abuelos, tíos multiplicados por doquier. Viví
en varias casas, en pensiones transitorias, en apartamentos abandonados.
Cuando le
preguntaban a mamá por qué no había estudiado, carraspeaba y me indicaba con el
labio inferior. Era un gesto tan feo, que ni siquiera puedo imitarlo. Era un
poco injusta la acusación, si ellos se arriesgaron, poco tenía yo que ver con
eso. Con el tiempo he comprendido que simplemente no era su objeto de deseo,
primero estaba el hombre que amabas de turno, luego la causa política y, por
último, yo.
Nada odiaba más que
la palabra misión, significaba que mi padre o mi madre estarían fuera bastante tiempo. Ante mi resistencia y
llantos, repetían la frase mágica: “órdenes del Partido”, “órdenes del partido”
decía yo, con minúscula. La frasecita aquella era la respuesta a todo: cambios
de casa repentinos, ausencias, separaciones familiares, intercambio de parejas.
Tiempo después, entre los muebles procedentes de alguna mudanza, comprendí una
tarde bochornosa que mi padre estaba encarcelado, en un cuarto angosto con el
sol dando oblicuamente contra los cacharros. Leí una noticia de un atentado
fallido y de los nombres de las personas capturadas. Creo que me desmayé mientras los niños
sudaban en el espejismo de la canícula de las cuatro de la tarde. Nunca me
atreví a verlo en prisión. Todos llegaban tras las visitas moviendo la cabeza,
comentando lo delgado que estaba. Prefería mantener la imagen del hombre
nervioso, peinado con brillantina, que fumaba cigarros haciendo un arco con la
mano en la frente. Para atenuar la culpa tenía una foto de papá debajo de la
almohada y le hablaba en voz baja todas
las noches.
Cuando salió libre
se quedó en casa. Lo noté más suave en el trato con nosotros, los gestos, el
tono de voz. “¿Qué pasa entre tú y mamá?”, pregunté. Los dos se encogieron de
hombros, ensayaban frases sin decir nada con sentido. Imagino que debe ser
difícil que un hijo te mire con tanto desacierto esperando la respuesta de dos
padres desorientados. Ella se asomó al pasillo, hizo café, me indicó un espacio
en el sofá. Me contó que lo estaban intentando otra vez. “¿Qué cosa?”, dije.
“El estar juntos, ¿no te alegra?”. Pero como era de esperar, la felicidad fue muy frágil. Un día llegaste solemne para
anunciar: “Me voy un año a la Unión Soviética.
A tu padre lo envían a Rumania. Te quedarás con Marta, estarás bien con
ella”. La miré fijo no entiendo qué sucedía en mi interior, uno, dos, tres…
Cuando llegué al segundo doce salí dando un portazo.
Jamás viajé con
ustedes. Ya en mi época circulaban varios mitos relacionados con los hijos de
los militantes. El fantasma de la
operación Peter Pan arruinaba todos los deseos de mi madre de ir juntos. Decían
que, en Cuba, la CIA había echado a correr el rumor de que el régimen se
apropiaría de los niños. Cientos de padres atemorizados enviaron a sus retoños
en aviones a hogares y orfelinatos estadounidenses. Los testimonios posteriores
fueron dramáticos, años de separación,
niños que crecieron solos, uno que otro abuso del infaltable cura
pederasta, chicos con ataques de pánico,
identidades confusas, familias rotas. La otra historia era la de los hijos de
los montoneros argentinos que pasaron su
primera infancia en una guardería infantil en La Habana. Desde la sala
parvularia se enteraron de las muertes de sus padres, o bien de sus secuestros,
dibujaron posibles destinos, se quedaron ronroneando canciones en esa nueva
familia conformada por muchos niños y únicamente dos adultos, hasta que la
Argentina volvió a la democracia; pero ya no sabían si eran de ahí o de allá.
Me pasé mis catorce
años coleccionando billetes de rublos con letras en cirílico, estampillas con
el rostro de Lenin, todo esto en la habitación de la amiga de mamá, que me
acogió en su casa. Ustedes viajaban por todo el bloque socialista y me enviaban
postales. Mi padre se reunió con el Josip Broz Tito o Mariscal Tito, recibí un
sobre con el sello Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija y un
billete de veinte dinares. Me hice coleccionista de billetes y estampillas por
desesperación. Salía al camino del cartero
con la respiración contenida, no alcanzaba a tocar el timbre y yo tendía
una mano para recibir los sobres extranjeros con tres estampillas y dos timbres
de correos. Cada vez conocía más de nombres de ciudades, de países que
localizaba en un mapamundi colgado en la pared. Recortaba la estampilla, la
ponía en agua hasta soltar el pegamento y la incluía en un álbum de hojas de
cartón y pliegos de papel diamante, intercaladamente.
Mientras picaba unas
zanahorias para la cena, le pregunté a Marta cuál era su rol en el partido.
“Cuidar a los niños de los camaradas que están en misión, es cuidar la organización”, me respondió mientras
tarareaba una canción de Silvio. Marta tenía una hija universitaria. La miraba
con los ojos muy abiertos sin poder disimular mi fascinación por sus pestañas
largas, sus piernas firmes. Ella, más
concientizada, traía información y me decía “Te voy a hablar con la verdad”. Le
pregunté por su papá, me indicó una imagen fotocopiada en la pared: el rostro
anguloso de un hombre con una frase al
pie: “¿Dónde están?” Conocía la pancarta y no dije nada. De venganza, ella me
reveló que yo era un “hijo del toque de queda”, lo que no me causó mucha
gracia. También me enteré de qué pasaba
con los niños cuando su familia era secuestrada: los enviaban fuera de Chile, a unas casas
colectivas en Suecia o en Francia. Supe lo de los campos de detención en la
ciudad y a las afueras, de las cartas pidiendo asilo en las embajadas, me sabía
el nombre de cada una de las víctimas de la Caravana de la muerte. Fui la
mascota de esas dos mujeres, me alimentaron, me abrigaron, intentaron
construirme una vida normal.
Mi primera
experiencia sexual fue con Lili. Aún tengo la escena en la retina,
desnudándonos a tirones, buscando explosivos en la bodega del patio trasero.
Nos unía una biografía atípica, con la inocencia propia de la niñez, pero
atravesada por la decisión de nuestros padres de empuñar las armas. Le
pregunté a Lili si tenía algún recuerdo
de su padre, “ninguno” me respondió con
rabia, mientras me pasaba una estaca. Hicimos una carpa, juntamos palos,
cachivaches y mantuvimos un nido de amor. Era un poco bizarro nuestro hogar,
pero tan propio, tan de pólvora. Lili tenía un calendario en el que marcaba un
día con un círculo y los siguientes cinco con una elipse. Esos días nos
tocábamos con la adrenalina de lo prohibido, hacíamos maniobras al filo y me
apartaba cuando estaba por invadir la frontera. Siempre sentí que lo hizo como
una misión más, pero con la dedicación de una disciplinada militante; mi
aprendizaje amoroso estaba en sus manos. Conformábamos una especie de
organización, ella era la jefa, yo el pupilo, luchábamos contra los malos que
eran los militares. Luchábamos contra los malos en función de los buenos, que
eran nuestros padres. Después, nos abocábamos a las lecciones del deseo: cómo
presionar la mano en el lugar secreto, oprimir el botón con movimientos
circulares como si fuera el joystick
de un Atari, dejar el dedo en esta posición, contener la brusquedad, saber
esperar, reconocer la apropiada humedad, dar besos con lengua sin rozar los
dientes, buscar aquel intenso espasmo
con los ojos cerrados en un prado.
Marta no
preguntaba, ni siquiera creo que sospechara del tenor de nuestra convivencia, me veía como un niño de catorce años, y a su
hija como una mujer de diecinueve. Además siempre estaba ocupada, atendiendo visitas, tipiando documentos. La
recuerdo sentada en el suelo, con la máquina de escribir Olivetti sobre las
piernas y los cigarrillos a mano,
hablando con extranjeros, diplomáticos o intelectuales, en dos o tres
idiomas distintos de los que transitaba de uno a otro con una mínima torsión en los labios. Debo reconocer que en algún punto me conmovía
ese ambiente de solidaridad y urgencia. Había compromiso, ilusión en ese
desfile de manos que apretaban documentos con firmeza y épica y salían por la
puerta principal.
De regreso de su
largo viaje ruso, que duró más de dos años, mamá venía casada con el vecino.
Yo, en ese entonces, era un temprano adolescente y sabía que cuando me sentaba
en la mesa no me veían a mí, veían a mi padre. Su genética dominante hacía
presente a un progenitor que brillaba por su ausencia. Sé que mi extremo
parecido físico, unos gestos insospechadamente heredados, despertaban cierto rechazo. Pinchaba la comida con el
tenedor, me la llevaba a la boca, con la
cabeza hundida en el plato para evitar miradas ambivalentes. Así me blindaba de
sus pensamientos internos: “ahí está el hombre que la dejó embarazada, el que
nunca envía plata, el que nunca se sabe dónde está”. El joven revolucionario se
había convertido en un ordenado funcionario de alguna ONG ambientalista en
Estados Unidos, que continuamente quedaba cesante entre proyecto y proyecto o
entre asesoría y asesoría. Yo no existo o existo para nadie, me disuelvo entre
los trastos, soy una cosa en un rincón, a veces me descubren en la sala
arreglando antiguos juguetes. Mi madre y su nuevo marido siempre cenaban con
vino, tras la primera copa se confundían y hablaban de los precios en rublos,
cantaban en ruso, y para la segunda copa, confundían pesos, rublos y escudos entre risitas
contagiosas. En ese momento sabía que debía ir a mi dormitorio y dormir con los
audífonos puestos.
El día que me mudé
a casa de mamá fue el atentado a Pinochet, era un domingo, tomábamos once, un extra
del noticiero 60 minutos nos
sobresaltó. En la mañana había traído mis cosas, almorzamos juntos, y ahora
seguíamos con la once en un esfuerzo por retomar cierta cotidianeidad que fue
interrumpida con expresiones de espanto
y decepción. El vecino, nunca fue mi padrastro, insultaba a los responsables
por la mala puntería. Yo miraba a mamá que estudiaba cuál debería ser la
reacción adecuada frente a su hijo, intuía su felicidad, su culposa felicidad.
Se le escapó un “por fin le pasa algo a ese
conchesumadre”. Yo seguía concentrado en la marraqueta con
mortadela. El vecino se daba vueltas
lanzando frases iracundas: “tantos años adiestrándose, para qué”, “huevones
flojos, poco profesionales, seguro que usaron granadas caseras”. Mamá cambió el
tomo y agregó, “no es la vía, ahora habrá más represión”. Otro domingo gris,
varios escoltas muertos, los ojos de hurón del nieto de Pinochet con unas
magulladuras por las esquirlas de vidrio. En la noche la televisión se
pronunciaban una y otra vez las palabras: guerrilla, Nicaragua, subversivos.
También se comentó que Fidel Castro, que en esa fecha estaba de gira por Yugoslavia, fue informado en Belgrado de que el atentado
había sido un fracaso. No sé por qué sentía tanta angustia y fui a ver a Lili,
ella también estaba consternada, nos encerramos en la habitación, tuvimos sexo,
no hubo tiempo ni cabeza para pensar en precauciones. Solo había urgencias:
estar dentro de ella, abstraernos de la historia. No miramos el calendario,
necesitábamos protegernos del futuro.
Mi padre vino a mi
graduación de cuarto medio, por fin le quitaban la letra L del pasaporte y
entraba por Policía Internacional más viejo, con la típica gordura gruesa de los gringos, ropa de
buena calidad pero de otra época. En la cena posterior a todos los discursos y formalidades,
por fin tuve a mis padres juntos después de años. Les pedí que guardaran silencio,
que no me interrumpieran. Era mi turno, me tocaba hablar a mí.
Les diré, a su
juventud la confundió la
revolución. Primero, los trajines
de la emergencia diaria. Vivir entre bombas, hombres repartidos entre los
escondites, metrallas nocturnas, estado de sitio, toque de queda. Luego los
amaños y la nueva escasez, los libros quemados, el despojo de las pertenencias,
el escondite en la callejuela. Pero saben, ustedes llegaron tarde a la
revolución, veinte años después, insistiendo tozudamente en algo que no
resultó, porque la naturaleza humana es imperfecta. ¿Hubo alguna vez igualdad
entre los ciudadanos de un mismo país? ¿Hubo en todas las personas la misma fuerza
y convicción de trabajar para los demás? A la distancia, creo que se les mezcló
la efervescencia de la juventud y la revolución hormonal, porque los camaradas
eran también parejas, los grandes amores duraban, como mucho, unas semanas y ya
había alguien nuevo para proyectar la misma sublevación, pero con mayor intensidad. Ahora sospecho de su valentía,
creo que corrieron riesgos innecesarios, encontraron una forma de canalizar la
adrenalina juvenil, pusieron en la “causa” sus problemas personales, su inestabilidad
emocional. Se creyeron los mesías del futuro, portando armas, vistiendo
camuflados, hablando siempre del futuro en primera persona del plural. Jugaron
a la guerra, pero con los soldados de plomo del damero familiar. El saldo para
ustedes no fue tan malo, aprendieron
idiomas, estudiaron posgrados con becas de organizaciones internacionales,
ganaron prestancia globalizada. Mi existencia resultó irreconciliable con sus
metas políticas, desatendieron su mundo privado. Son un ejemplo para los demás,
para mí, unos egoístas. Hay una enorme necesidad de ser hijo. Pero nadie se
quedó conmigo como primera prioridad. No
los quiero juzgar por tener motivaciones distintas. Pero me parece que ambos
pecaron de soberbia, arrojo, falso heroísmo. Pobres diablos, son un cóctel de
todo eso. Hubo un esplendor de bocas engreídas con consignas trasnochadas, de
recelos infinitos de cómo se debe vivir. Debieron haber dado un paso al costado y dejar pasar la fila de
muertos, ¿qué se iba a lograr con sus tímidos esfuerzos? En fin, cada quien tiene su mentira
vital, sin la cual la inexistencia
diaria y acostumbrada se desmoronaría; la de ustedes consistía en simulacros de
valentía, de lucha colectiva. Cómo nos van cobrando a todos el alquiler del
mundo que habitamos.
El tiempo que
siguió no me dio tregua. Mi padre regresó a Estados Unidos, mi madre tuvo un
accidente vascular que la dejo hemipléjica y con daño cerebral severo. Me
sentaba junto a ella en una casa en la playa, mirábamos el horizonte por la
ventana. Yo hablaba y hablaba. Tengo la sospecha de un mundo mejor. Te busco recostándome en tu regazo. Alejémonos
de la cocina. Ahí están los platos, tus plantas, tus cuadernos. Distanciémonos
de los vasos, las cucharas, tus fotos de jovencita guerrillera en el refrigerador.
No, busquemos los boletos de bus, los mapas, las maletas con rueda, los
manifiestos, los afiches del Che Guevara. Me miraba sin parpadear. Lili me
telefoneó con un “parece que, ven urgente”. Viajé a Santiago esa misma tarde.
Ella me esperaba con un kit comprado
en la farmacia. Me dio un beso desabrido y entró al baño. Sentado en la cama desplegué
el instructivo del test, decía que medía la presencia de una hormona en la
orina llamada Gonadotrofina Coriónica Humana o de Subunidad hCG.
Los cinco minutos
de espera se me hacen infinitos. Pienso en mi infancia, en las postales, en
Socijalisticka Federativna Republika Jugoslavija, en los “¿Dónde están?”, en la
marraqueta con mortadela, en la
estampillas de Stalin, en la carpa del amor, en la máquina de escribir
Olivetti. Lili viene hacia mí con la tira marcada con un signo positivo en rojo
entre dos orificios, a mí que no me gustan nada las sumas ni las restas. Y
claro una metralla de recriminaciones: ¿Por qué no me pajeé al lado? ¿O terminé
afuera? ¿Por qué sigo siendo un perro
caliente? Pienso en la enorme necesidad de ser hijo antes de ser padre. Siento
una gran arcada y no sé en qué ideología disfrazar mi desgano de ser padre.
Posteado por Angela Barraza Risso
el 23:15. etiquetado en:
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