Los depreciados imitadores, los despreciados imitados
Los depreciados imitadores, los despreciados imitados
por Mario Borel
Por los subtítulos, para Arturo, la estrella
más brillante
Hay un espacio o un algo ahí, donde se amputa lo que empala, como una regulación discursiva del sujeto escritor, quizás más aún con el poeta, donde a éste no se le permite quedarse a enunciar fueras de la producción textual, donde aquello se desestima, se rotula de dato rosa, de insignificante gesto sobre el cual no se puede o no se debe leer. Por supuesto esto reside en las limitaciones hermenéuticas conservadoras de académicos o en los claustros beodos donde Peter Pan y sus amigos juegan a ser Baudelaire & Co. Esa limitación, enclavada en el argumento de un estilo acostumbrado, termina por formar una noción de escritor, no tan solo como lector o escribiente, sino también como una determinada clase (esperada) de subjetividad: un estilo que ya conocíamos en el siglo XIX con el que el sujeto es remitido a ciertas conductas, a ciertos gustos, a repetir infinitamente la performance ‘escritor’, que solo puede explicarse a sí misma en la reiteración de ella. Escritor, se dice entonces, aquel sujeto que se remite a una cierta sensibilidad en el aparecimiento público en donde hay una cierta excentricidad y voluptuosidad tan elegante que pierde todo lo de voluptuosa, todo lo de excéntrica y, claramente, todo lo de elegante.
Pensaba
en esto cuando me fijaba en la enorme cantidad de entrevistas a escritores que
se producen en los más diversos formatos. Lo que me llama la atención por una
cierta contradicción que se puede intuir en este gesto, primero, porque en ella
el escritor queda expuesto fuera de su material escrito y es propuesto desde él
mismo; segundo, porque en esas entrevista se permite la emulación de la
gestualidad de éste; tercero, porque el formato entrevista se aplica a
cualquier sujeto que pueda ser considerado, por ocupar una expresión cualquiera,
como ‘notable’, sea una entrevista tanto a Vila-Matas como a Lady Gaga, y ambos
se derriten en un aparecimiento público tan bien diseñado que da algo de pena y
rabia pensar que se limitan las posibilidades de superficialidad de éstos. Los
pocos que podría admitir como sujetos que establecen un nexo entre literatura y
superficialidad son aquellos que hacen de esa superficialidad materia de
escritura, estoy pensando por lo pronto en Capote, en Genet y en Wilde, que
debe ser la quintaescencia de la superficialidad llevada a la escritura, “the
first duty in life is to be as artificial is possible. What the second duty no
one has as yet discovered” (el primer deber de la vida es ser tan artificial
como sea posible. El segundo aún no ha sido descubierto).
Quiero que me enseñes a ser fabuloso. Pero no tenemos
nada en común
Cuando
era pendejo adoraba las entrevistas a escritores. Las buscaba y las
coleccionaba, las recortaba de los periódicos y las revistas, las grababa en
VHS y las almacenaba en alguna parte con la triste esperanza de volver a
tomarlas una vez más, en algún momento que rara vez llegaba. Incluso las
atesoraba más que los mismos libros de los entrevistados, a los que rara vez
leía, salvo que fuesen en libros de entrevistas. Me gustaba fijarme en los
detalles, en los gestos con el que tomaba el cigarrillo, cómo hablaba de
ciertas cosas, cómo se refería a la política, a la literatura, a otros
escritores, a ciertos fetiches oficializados que son del todo desagradables,
como la poesía de vuelo alto o la literatura para masas. Creo que la entrevista
que más veces vi, y la que me gustaba, era la entrevista que Cristián Warken le
hizo a Roberto Bolaño en la feria del libro de 2000, sobre todo la parte en que
Warken le dice a Bolaño que Nicanor Parra no hablaba de poesía, sino de
antipoesía, y Bolaño, en un gesto que parecía que le daría una bofetada, se
limita solo a decir, “pero la antipoesía es poesía de primer orden”.
Entre
los dieciséis y los dieciocho años un niño ve entrevistas y las lee, en cierto
sentido, para imitar el modo en que el sujeto aparece en público: los pendejos
imitan el corte de determinado sujeto o de determinado futbolista y con eso se
siente teniendo un poco de él, consumiendo hasta el más miserable resquicio de
lo que ese sujeto proyecta. Lo mismo pasa con las entrevistas a escritores, el
mismo gesto infantil que se reproduce cientos de veces para hacer que ese sujeto
quede confinado a una sola posibilidad: ser imitable. Claramente cuando
hablamos de estos ‘imitadores’ no hablamos de niños, sino de sujetos
peterpanescos que van por el mundo fumando como Bolaño, usando guantes rosados
como Baudelaire o hablando con el mismo tono demasiado fuerte y agresivo que
uno podría ver en Uribe. Entonces la imitación se produce como acto de
admiración, por un lado, del trabajo de aquel que escribe y, por otro, como si
en el signo repetido hubiese una mágica reproducción de un contenido asignado,
a través del mito, donde escribir como Bukowski implica por necesidad agarrarse
a balazos en un barucho de putas. Mito que reitera una cierta imagen puesta en
escena con una serie de contenidos asignados en un acto mágico, en un
procedimiento meta-hermenéutico donde el signo lleva a lo que contiene y vice
versa. Pero nosotros lo sabemos: pueden fumar como Bolaño, usar los lentes de
Bolaño (tan ad- hoc a los niños hipster de pitillos y fiestas en las afueras de
la ciudad), pero no serán Bolaño ni escribirán como él.
En
la imitación no solo hay carga mítica donde se intenta hacer esa absurda
alquimia hermenéutica, también hay adopción por similitud de ciertos rasgos que
son asumidos por el escritor, al estar bajo un determinado sistema. La performace
del escritor, no sólo es un gesto literario, también es un gesto político que,
como el de cualquier persona en cualquier mundo posible, deviene sujeto
político.
Siempre, siempre ubícate a la derecha, así cuando
impriman la foto, serás el primero de la izquierda
La
imitación del escritor es también, en todo y sobre todo, gesto político que se
rearma desde la imitación: el sujeto representa a una determinada clase social,
a un determinado sector cultural, a una determinada clase económica, un
determinado género. Hay posturas claras que se reafirman en la imitación, que
son ocupadas, claramente, como estrategia del propio devenir político.
Esto
no es algo muy distinto a lo que se grafica en el vídeo que antecede el texto.
Cómo actuar en una determinada escena, cómo ser fabuloso para un determinado
medio. Lo que hace el personaje de Macaulay Culkin, Michael Alig, con el
personaje que interpreta Seth Green, James St. James, es entrevistarlo con una
clara intención de imitación. La imitación no solo implica reproducir gestos,
sino aparecer de modo público en una determinada escenografía. Y en el diálogo
hay tres cosas que me llaman la atención por la similitud con el ejercicio
escritural (aunque no sea sorpresa puesto que el personaje y la persona de
James St. James son escritores): la ubicación en la fotografía para ser
recordado, no hay publicidad mala, una vez impreso se vuelve automáticamente
verdadero. Así funciona cualquier trabajo que implique un público:
aparecimiento, comentario y perpetuación, por muy efímera que esta sea. Pero en
ese comentario agudamente superficial hay una relación de implicancias
fabulosas que no deja de ser un punto importante: aparecimiento busca
comentario, comentario busca perpetuación y perpetuación busca un nuevo
aparecimiento. Luego los sujetos simulan perderse para simular encontrarse
dentro de un salón.
En
esta triada de implicaciones es donde se produce el acto político que recurre a
la imitación: el adoptar una determinada postura implica ser evaluado por ella.
Es ahí donde los procedimientos habituales de administración política rotulan a
los sujetos con lo que tendrá una incidencia en el sujeto receptor de ello.
No
hay peor pose que simular que no se adopta una. He aquí donde está el prejuicio
y la molestia de, como decía, el público conservador académico que busca una
alta literatura sin superficialidades o de Peter Pan & Co.
Nunca seas visto tomando nada que no sea champagne
La
literatura en general, y la poesía en particular, sobre cualquier otra, está
provista de esta falta de lo que llamaremos lo chic, que no es otra cosa que un modo de aparecer en público y
coordinar y velar de un cierto aura aquello que se produce coordinado por el
aparecimiento del escritor. Baudelaire decía que la palabra chic “está consagrada por los artistas
para expresar una monstruosidad moderna, significa: falta de modelo y
naturaleza”[1].
Falta de modelo en la tradición artística sobre la cual se trabaja. En este
sentido también hay un discurso hegemónico que recae sobre la literatura: la
sobrevaloración de la tradición, que en el texto, e incluso en la
experimentación textual, haya un diálogo sustentable del escritor con sus
lecturas evidenciado en cualquiera de las modulaciones transtextuales que
conocemos. Sin embargo quedan fuera de este “aceptable” modo de producción
todas las otras expresiones que pueden ser traficadas a lo textual, desde la
plástica hasta los artículos de peluquería. Yo no sé si me interesa demasiado
un texto que se limita a reproducir únicamente artículos de orden literario, es
más, me parece una comodidad por parte del escritor limitarse al ejercicio de
una técnica definida por procedimientos habituales de producción, más aún habiendo
escritores que ocupan elementos no textuales y de cuya calidad no podría dudar.
Estoy pensando particularmente Manuel Puig, que en los sesentas era visto con
desdén por autores como Juan Carlos Onetti, por usar elementos del cine. Hoy
por hoy aceptamos el uso de técnicas propias del guión o ciertos elementos
cinematográfico, pero solo ahora, que a fuerza de costalazo la admitimos de
modo generalizado.
En
este sentido la imitación toma un ribete distinto. El reconocer una tradición
es una cuestión necesaria en cualquier texto literario, y con ello no quiero
decir que sea un deber, sino que no puede ser de otra forma: El texto literario
se estructura sobre la base de una cierta imitación, por un lado, por una
cuestión cognitiva, no se puede practicar una técnica si ésta no ha sido enseñada
con anterioridad (esto es Aristóteles de enseñanza media), por otro, porque no
se puede fijar un objetivo estilístico sino hay un punto de comparación que
haya sido practicado en esa determinada técnica. Entonces la acusación de falta
de tradición cae en el vacío y queda desarticulada por la limitación
intelectual y la mansedumbre y sumisión a la hegemonía discursiva oficial de
aquel que la emite.
Lo
que el escritor enuncia fuera de la producción textual, por ejemplo en las
entrevistas, que es donde esa enunciación puede perpetuarse, es el espacio de
alcance de ese texto fuera de la hegemonía discursiva. Para ver esto como
problema solo basta ver los últimos diez años de poesía chilena y con eso
tenemos de sobra. Sin embargo es curioso, o me resulta curioso, que esa postura
sea la piedra angular de una buena parte de las lecturas que se hacen, y me
parece preocupante que esperemos, como lectores, que el escritor se quede a
discursar en un espacio limitado, completamente entregado a los estilos
tradicionales, que ya conocemos por lo menos desde el siglo XIX, y que resulten
satisfactorios, es casi como generar una trampa de arena en la producción
estética. El escritor, como circunstancia política, fuera del texto es una
mentira, sin embargo en su mero aparecimiento público no hay literatura, aunque
tampoco hay literatura sin su aparecimiento público.
[1] Baudelaire, Charles, Del Chic
y el Tópico, Salones y otros escritos sobre arte, p, 155, Visor, España,
1996.
Posteado por Arturo LedeZma
el 16:08. etiquetado en:
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