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Francisco Garamona



Nació en Buenos Aires, en 1976. Publicó, entre otros, los libros Parafern (Deldiego, 2000); Carcarañá (Casa de la Poesía, 2002); Pequeñas urnas (Gog y Magog, 2003); Cuaderno de vacaciones (Siesta, 2003); Que contiene láminas (Gog y Magog, 2005); La leche vaporosa (Vox, 2006); Cosas encontradas en un pupitre, (ByF, 2008); Pueblo y ciudad llanos, (ByF, 2009) y Un gabinete móvil y otros poemas, (Cuneta, 2010). Dirige el sello editorial Mansalva e integra la banda musical Súper Siempre. Con sus canciones grabó Garamona (2004); Mi disco sin tapas (2007) y El pony infinito (2008). Este año editó Un rosa oscuro, con producción de Nacho Marchiano.




Eras vos


Ayer me levanté y escribí un poema
de amor sobre la imposibilidad
de escribir poemas de amor...
El grillo que saltó sobre tu cara
era yo, y además era el mismo
que iría a morir contra las dalias,
una noche de verano,
pisado por tus zapatillas deportivas.
¿Cómo decirte que él sólo buscaba amor?
Entre los adolescentes con pelo teñido de dorado,
dando vueltas en las estaciones terminales,
en verano o invierno,
su mensaje era el mismo
aunque ni yo lo conociera.
Una vez una chica me prometió
que iba a ser mi psicóloga experimental
y yo mirando más atrás de lo profundo
de sus ojos le creí. Dormí en sus brazos
igual que en una tumba. Y pude
descansar por primera vez.
Volví llorando a casa: había muerto un amigo,
que es lo mismo que decir que había
desaparecido para siempre una parte de mí.
Pero me preguntaba:
¿existe la psicología experimental o son los besos?
Busqué mi suerte —porque a pesar de todo soy un chico de suerte—
y leí por ahí que la autopsia había decretado
que la causa de la muerte era la autopsia.
La luna se hundía en el río como una madre
con un collar hecho con los huesos
de sus hijos recién nacidos. No sonreía ni nada.
Sólo nos miraba alejarnos tomados del brazo.




El caballo


Obsesión de montar un retablo
donde fijar estos momentos.
En la luz porosa de la tarde alguien pasa,
para fugarse en el misterio que después lo colmará.
Así recitábamos de memoria bajo el ombú centenario
cuartetas prolijas y rimadas. El río estaba cerca
y con él se multiplicaba el cielo en el reflejo,
como una fina gramilla que cayendo
pudiera establecer sus rasgos
sobre un disuelto espejo.

Voces que escuché y abandoné,
querido Claudio, te escribo desde el silencio
apenas cortado por los camiones que pasan en la ruta:
ayer atropellaron a un caballo y lo dejaron tirado en la banquina.
Pienso desde este lugar donde se multiplica el hastío,
en el eje fantasmal de una carreta…
Al caballo hubo que levantarlo con unas sogas,
y mientras lo hicimos alguno de nosotros tropezó en sus huesos,
verde y amarillo, color del secreto
de esa laguna playa donde lo abandonamos.
Claudio, la primera señal cuando levantaste el brazo
y de un salto descendiste por la escalerita derruida,
que daba a los pantanos.
Burbujeaba, el armazón de esa bicicleta de aluminio robada,
cuando la sumergiste bajo las callosidades de tus manos
que supieron empuñar la azada
y otras viejas herramientas.
¿Rasparías con tu espátula todo lo seco y quemado,
las excrecencias de la tierra,
para extenderlas como quien prepara una masa de pan al alba,
sobre esos tablones de madera
que un día quisiste enumerar de uno en uno?
Ocupabas tu lugar entre las piedras,
todavía en tu memoria balaba,
esa oveja con el rostro de la madre,
y unas primeras gamas pasaban sobre tus ojos lisos.
Antes de irse, ella te abrazó dejando sobre la mesa
un vaso repleto de aperitivo…
Si ahora sueñan en lo duro,
entonces podrán habitar esta inconstante y extraña parcela de tierra,
que la destrucción de un dique iba a cubrir con sus mismas aguas.   
Un tero quedó brillando a la distancia,
con su carcasa pulida pidiendo otro lineamiento…
Para acercarse en lo oscuro entre las zarzas y el pasto,
en ese cascabeleo donde encontrar lo necesario
para continuar en la maleza.
Se pierde el gris, el cobre y las primeras, paliativas, franjas de color,
dando vueltas en torno al esqueleto del caballo
que las aguas devolvieron a la irisada orilla.
Amanecías pensativo, con unas fibras laxas corriendo por tus dedos…
¿Y todas esas otras más celestes,
a las que se las vio ondular y detenerse
justo antes de entrar en la casa?
Había que dejarlas en lo intransmisible,
en lo que se gana yendo otra vez desde el principio.
Claudio mata a unos mosquitos
con un manotazo que se pega sobre el pecho,
asevera la acción mientras agita
su cresta verde de punk polvoriento;
sabe que flotan en el agua las larvas que pronto nacerán.
Un hacha apoyada contra los troncos;
el pitido de un jilguero cerca del pabellón de las orejas:
hay que levantarse y empezar con el trabajo…
Ibas, de una vez más y para siempre, a treparte a ese ómnibus
que jugaba con las sierpes del camino,
una rotonda negra,
la mano sosteniendo el vaso plástico donde humeaba
ese café que volcarías sobre la pierna de una vieja.
–Se me cayó un poco de café, le dijiste al cordobés
que volteó al escuchar el revoloteo de voces.
–Peor si hubiera sido vino, –te contestó riendo,
con el humor típico de su provincia.  
Después te dormiste. Todo esto era tu pueblo,
cuando cruzabas los terrenos de esa quinta para ir al taller.
Te lo decía mientras abarcaba con el brazo unas nubes disueltas
en el espacio que teníamos delante.
Pasaba el viento del norte entre las desbandadas aves
que iban a ocultarse adentro de un granero.
Parece que vendrá lluvia y granizo.
Hay ecos que resuenan, fogonazos que encienden
recuerdos de una leve corrupción:
–En el bar pedí caña y me dieron una taza rebosante…
Después los parroquianos sobre un tapete de hule dispusieron su juego,
que era el de tirar unas piedras
que al golpear contra la tabla de la mesa  
se llenaban de pelos puntiagudos y rizados,
que encanecían y se iban pudriendo…
Vos estabas hablando por lo bajo, en secreto,
¿acaso yo te oía por mi lugar de oír?  
La pregunta se congeló en tus labios: ¿cuál era?
No quise responder. Había remolinos
de tierra polvorosa, superior a esa otra mezclada con arena,
que ya empezaba a girar sobre sí misma,
pegando sobre el vidrio que parecía ceder.
Estábamos en la segunda fila de asientos,
contando de atrás para adelante.
Mirabas cómo el cuaderno se llenaba con una escritura tensa
y me preguntaste algo relacionado con mi vida.
–Hoy no viví, escribí que vivía,
haciendo pactos con vos, Claudio.

Posteado por Angela Barraza Risso el 12:15. etiquetado en: , , , . puedes segui el rss RSS 2.0. déjanos tu comentario

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