Jorge Aulicino a puro desengaño (entrevista) por Ignacio Uranga
Jorge
Aulicino a puro desengaño (entrevista)
por Ignacio
Uranga
¿Qué
te hubiese gustado que te preguntaran en una entrevista?
-Me
hubiese gustado que me preguntaran si tengo la solución de los agujeros negros
o cualquier otro misterio del cosmos. Aquí debería decir que habría contestado
“no”, pero no lo sé. A lo mejor habría tenido el impulso de divagar, porque
divagar es una de las más sanas actividades de la mente. Pero no lo habría
hecho, porque la entrevista se habría caído inmediatamente. La divagación
intelectual es el equivalente a la investigación en ciencia. Ahora bien, a
nadie le interesa ser testigo de una investigación. Las investigaciones en cualquier
materia son largas y aburridas. Hay mil puertas que se abren a nada. Hay
desengaños, equivocaciones. Como en la vida, por decir algo. Lo que se quiere
ver es el resultado. Así que lo que me hubiese gustado que me preguntaran es lo
que vos preguntes a continuación…
El
armado de un poema: ¿divagación intelectual o investigación?
-El
armado, el hecho de armarlo, es una divagación, muchas veces, a la que uno se
arroja con cierto vértigo. Hay el riesgo de irse demasiado lejos, y el riesgo
de quedarse demasiado cerca. En el sentido en que se usa en periodismo, o en la
elaboración de ciertas novelas o de ensayos, no hay ninguna otra investigación
que no sea la del punto de sostén, la búsqueda de ese sostén en el que se
apoyará toda la estructura. Un punto de sostén o dos puntos, o tres: los que
sean. Me corrijo: ver cómo pudieron llegar allí los poetas que a uno le parecen
interesantes, los poetas que uno admira, puede ser muy atractivo, y muy
instructivo. Dije que ese proceso es aburrido pensando en un lector puro. Pero
no hay tales lectores, ¿verdad? Si vamos a un restaurante, y la comida nos
gusta de verdad, y pensamos en ella, y dedicamos todo el momento a comer y a
ver la comida (en otras palabras: si nos sobreviene un espíritu gourmet) no
desdeñaríamos echar una mirada a la cocina, llegado el caso. Lo mismo pasaba
con los autos. Quien tenía un auto amaba comprenderlo, y amaba los talleres
mecánicos. Ahora esto no pasa porque nos acostumbramos a considerar a ese
lector “puro” como a un consumidor. Se entiende que el consumidor se sienta en
el restaurante para que lo sirvan y ante él no vale decir “el condimento no
está del todo bien porque hoy el cocinero estaba medio pelotudo”: el cliente,
el consumidor, ese consumidor a quien se ensalza como tal para seducirlo, sólo
quiere comer bien, no le importa el sudor o los errores, el trabajo o la
habilidad, que hay detrás de lo que come.
¿El pelotudo
entonces sería el lector de hoy, acostumbrado a que lo sirvan? ¿Qué es "el
lector puro"?
-No, el
lector no necesariamente es pelotudo, pero tal vez está acostumbrado a que lo
sirvan. Eso no debería importarnos. Lo que importa es que el autor se somete
cada vez más a la lógica del mercado. Esto es decir: demos al lector lo que
pide. En lo cual subyace: no le compliquemos la vida. Significa darle lo que su
percepción y sus ideas del mundo esperan. No se lo satisface con novelas rosas
y poemas hiperlíricos: es evidente que no es ésa la corriente principal. Al
contrario: cierta masa crítica de lectores apetece hoy realismo, y el realismo,
revolucionario en un determinado momento de la historia –revolucionario en
cuanto a inquietante, a apenas soportable-, es hoy una idea cómoda de las
cosas. Porque el lector pequeñoburgués, siempre en deuda con las víctimas de
nuestro sistema, está ya adiestrado en acariciar esa deuda, esa culpa; en
mitigarla pensando que está en litigio con el sistema que la genera con sólo
reconocerla: su conciencia de la desigualdad social, del movimiento arrollador
del capitalismo, obra de paliativo. La literatura realista obra como paliativo.
Todos somos burgueses rojos. Todos somos pequeñoburgueses indignados. En cuanto
al lector puro: no existe en este contexto. Si se llama lector puro al que sólo
pondera la calidad de la literatura, es obvio que hoy no existe. Y está bien,
digo de paso, que ese lector absolutamente descomprometido, y ese autor
absolutamente descomprometido no existan. Si lector puro es el que sólo lee, y
no pretende a su vez escribir –aquél que sólo se interesa por los platos servidos,
no por la cocina-, entonces tampoco ése existe. No existe en el campo de la
poesía, donde casi todos los lectores son practicantes. La narrativa tiene
lectores puros en su faz más comercial; en la otra, que siendo menos leída
marca el paso, menudean ensayistas, profesores, periodistas, es decir, lectores
que no pueden ser llamados “puros” pues establecen con la obra relaciones de
lector profesional. La reescriben, la subrayan, la parafrasean en la primera
carilla o en el primer blog que se les pone a tiro.
¿El realismo,
entonces, hoy es sólo una impostura, producto de la lógica de mercado?
-No es sólo
una impostura, es una necesidad, y esto significa que va cumpliendo su ciclo.
El mercado es realista no sólo en lo estético, sino en su propio procedimiento.
Trabajando en la industria cultural, uno ve muchas cosas. Incluso el
desparpajo con que un editor puede llegar a decir: ponga siempre que el cadáver
estaba en medio de un gran charco de sangre, como me dijo una vez un editor de
Crónica, donde trabajé una semana o dos. La frase para colmo no venía al caso,
porque la víctima había sido estrangulada. ‘No importa’, me dijo, ‘póngalo
igual, ¿quién se va a fijar en eso?’. Ahora, esto, en homenaje al hombre, debo
aclararlo, fue dicho por él sin cinismo alguno, como quien recita un
procedimiento. Acabo de leer el ensayo de Wallace Stevens ‘El noble jinete y el
sonido de las palabras’. Su leit motiv es lo que Stevens llama ‘la presión de
la realidad’. Lo curioso es que para él la ‘presión de la realidad’ cuando
vence la resistencia de la imaginación no crea necesariamente más realismo
sino, muchas veces, en este momento –y sobre todo en este momento, teniendo en
cuenta que Stevens escribió el ensayo en 1942- una nueva especie de irrealismo:
la contigüidad de los hechos en medio de la máquina informativa, la precisión
casi absurda de los formularios del impuesto a la renta, que él menciona como
ejemplo y como contracara del caos. Si la época requiere un modelo de yeso,
como dice Pound, entonces los editores se lo dan. No tienen la culpa los
editores individualmente ni los lectores individualmente. Y en el fondo es más
fácil convivir con el actual ‘espíritu de la época’ que con el de la
Contrarreforma, cuando el espanto era incontrolable, cuando todo lo que caía, caía
‘en verdad’ y la Iglesia se vio compelida a recurrir a las imágenes realistas
de santos y milagros, a las visiones de una experiencia mística concreta,
digámoslo así. Ahora, que el lector medio lea movido por la culpa, no es
tampoco nada escandaloso. Todos debemos pagar una deuda. El psicoanálisis, que
se difundió al punto de que el sentimiento de culpa es hoy tenido como
indeseable, no estaba destinado a mitigar la deuda, sino a limpiarla de sus
exageraciones dramáticas, de modo que se conviviese con ella, no que se la
olvidara.
Entonces
no hay un realismo, sino sólo procedimientos/artificios- históricos- con
pretensiones de "representar la realidad objetiva"¿no? ¿No estábamos
hablando de "literatura social" o "literatura comprometida"
o de "denuncia" cuando hablábamos de "realismo" recién?
-Representar
la realidad o representar el sentido de la realidad. Pero no es lo mismo
artificio que artificialidad. En el papel, las cosas se organizan de un modo;
los signos se organizan de un modo. Eso es artificio, arte, sin más. La
realidad es algo más vasto que nuestra organización social y el compromiso con
esa realidad social. Esto se comprende fácilmente. Sin embargo, cuando va uno
más allá de la realidad social, se tiende a pensar que se vuelca a la metafísica.
La única física era, para el realismo social, la realidad social. La única
física, para la el realismo actual, la realidad cotidiana. En ese sentido,
hemos descendido un escalón. O hemos ascendido, según cómo se mire. Siempre hay
dos, tres poetas, que pueden hacer algo con las ‘ideas de su tiempo’ dentro de
una generación. Y en la generación que precede a la tuya, y que sigue después
de la mía, hay media docena. Digamos que existe un hado. Y digamos que ilumina
aquí y allá, pero en algunos sitios ilumina más que en otros, o determinados
sitios del tejido humano responden mejor a los estímulos de ese hado. Pensamos
a cada generación como un tejido en el que algunas células electromagnéticas
son más receptivas que otras a los impulsos de la deidad. Unas responden con,
digamos, color azul, y otras con color celeste. Y además hay otras que se
corren hacia el rojo, porque cada generación produce sus representantes y sus
contrarios, o si no sus contrarios, los que escriben de un modo que no comulga
absolutamente con el contenido principal. Esto suena, ya sé, como una metáfora
tecnológica del hado romántico, de la Musa, que a su vez era tomada como una
metáfora de la inspiración, que a su vez... ¿qué? Si el realismo marxista dice
que es la historia, que es la superestructura, la que determina el impulso
individual, llevado este planteo al extremo: ¿de qué otra cosa habla si no de
la Musa? El que se supone es el primer verso de la poesía occidental reza:
‘Canta, oh Musa, la cólera de...’ No hemos salido de ese verso en nuestra
comprensión del fenómeno poético. Los antiguos debían creer firmemente que la
divinidad cantaba, no el individuo, pues sólo la divinidad tiene la clave de
los hechos, tiene la totalidad de los hechos terrenales y celestes. A pesar de
los esfuerzos racionalistas, el marxismo se disparó –desde esa cuna, desde la
cuna racionalista- de nuevo hacia lo metafísico. Porque puso a la Historia en
el lugar de la Musa y a Hegel en el lugar de Platón. Y a la economía política
en el lugar de la Escritura. Y te digo todo esto porque soy un marxista
ortodoxo. Y ningún marxista, si es ortodoxo, puede dejar de ver que Marx no dio
vuelta a Hegel como a una media, como se decía en mi tiempo, sino que es
hegeliano hasta la médula. Y ejerce la crítica de Hegel. Y que, en la mejor
crítica que de sí misma puede hacer una teoría, dijo, escribió: “¿Por qué nos
conmueve la tragedia griega desaparecidas las condiciones económicas y sociales
que le dieron origen?” Y no respondió.
¿Cuánto hay,
en el fenómeno poético, de "Canta, oh musa", de Hado y células
receptivas, y de Superestructura e Infraestructura?
-Hay
mucho y poco. De Homero, suele haber mucho cuando se trata de poesía que
recupera lo narrativo, y sobre todo la gran apuesta a que una voz impersonal, o
mejor dicho, transpersonal, ordene lo que uno va a ir escribiendo a partir del
primer verso. Eso mismo es a lo que yo llamo, o he llamado aquí, hado. En
cuanto a las células receptivas, son una imagen bastante deficiente, sólo apta
para ser usada en una conversación, con fines prácticos, no sé si en un poema.
O tal vez sí, si se puede trabajar un poco sobre ella. Superestructura
ordenadora: lo mismo que el Hado, pero más controlable por la razón y la
emoción. La infraestructura, sin creemos en ella, tiene leyes más inflexibles.
Acuden al fenómeno poético y lo moldean, pero no podemos ver o preferimos no
ver cuánto. Está bien que no queramos ver cuánto: no se pueden cambiar las
leyes de la estructura económica en un poema. A la vez, si nos atenemos a
Marx, cesan de influir en la lectura con el correr del tiempo. Ceden su lugar a
nuevas leyes. Leemos la tragedia griega bajo otras leyes, distintas a las que
contribuyeron a forjarla.
"No
se pueden cambiar las leyes de la estructura económica en un poema",
decís. ¿Para qué se escribe?
-Digo
que en el poema mismo valen esas leyes. Se escribe por imperio de esas leyes,
en algún sentido. Son leyes crueles, ¿no? El poema –el poema ideal- construye
sobre esas leyes algún tipo de lírica o de épica, algún tipo de metafísica. No reescribe
las leyes económicas, las lee. Si alguien percibe en el poema el funcionamiento
de esas leyes y el intento de verlas inscriptas en una metafísica, entonces
tiene la conciencia de esas leyes. Y en líneas generales, tiene la conciencia
despierta. En casi todo buen poema, yo diría en todos, hay una conciencia de
una deuda que debemos saldar. Esa deuda es con los otros. Asimismo hay una
conciencia de una falta: es lo que no tenemos como humanos, lo que hemos
perdido o nunca ganamos, llámese Paraíso, Edad Dorada, o llámese ansiedad de
eternidad, de trascendencia. Hay un camino hacia el otro, un camino que debemos
superar –digo superar y no solo recorrer, porque es un camino arduo. En toda
obra humana, fuera del usufructo, hay un camino hacia el otro. Ese camino está
viciado de lo que queremos que el otro nos dé a cambio del esfuerzo que hacemos
hacia él. Y está viciado también por lo que efectivamente el otro espera que le
demos: eso es comercio. Y esto está en toda obra humana, en el escribir,
pintar, interpretar música o pelar una naranja para otro. Todos absolutamente
tenemos a la gente en general, incluso a los amigos, como bienes de uso y como
bienes de cambio. La especie está viciada de las relaciones que impone el
capital. Tal vez las leyes de la Edad Media eran mejores o, al menos, más
claras. Los siervos eran siervos, eran objetos para servirse de ellos. Y el
resto eran personas. Con las personas se establecía un protocolo que era el de
la corte. Se establecía la cortesía. El protocolo de las relaciones humanas
bajo el capitalismo está viciado de doble sentido. Es democrático, pero es
dual, pues nos servimos de las personas, sin duda, y la vez podemos quererlas.
La poesía en síntesis de todas las novelas de caballería, de todas las
aventuras, de todo el conocimiento obtenido por la humanidad, de toda la
nostalgia, de todas las odiseas, incluyendo la de Joyce. Es síntesis de la
soledad y del intento de vencerla.
¿Cómo
y cuándo empezaste a escribir?
-No
sé decir cómo y cuándo, pero sé algo más importante al menos para mí: cuándo me
di cuenta de qué era la poesía. Eso fue en la secundaria, y, como ya dije en
otra parte, fue cuando leía versos sueltos citados en el libro de castellano.
Eran versos de los clásicos españoles y a mí me dejaban ver un paisaje verbal
que se movía de otra forma, que no era la del relato, la de las novelas, que
para entonces leía o que había leído. Sólo una vez en la escuela primaria me
sentí atraído por algo escrito en versos. Los oí declamar en un acto escolar,
no sé de quién son, pero decían: “Sube al estrado Laprida, todos se quedan
atentos, y como un aire de gloria, pasa hecho frío y silencio”. Los declamaba,
y muy bien, un chico de los grados superiores. Ese aire de gloria frío y
silencioso me hizo sentir que la gloria era otra cosa, no la idea de los
laureles, no la idea de los vítores, de las aclamaciones. Me hablaba de otro
tipo de grandeza, casi opuesta a la idea de gloria que se trasmitía en las
lecciones escolares. Casi no deseable, te diría. Algo sepulcral pero grandioso.
Algo invernal, como el aire de julio en que escuché esas palabras. Y sin darme
cuenta muy bien de que eso era un tratamiento especial del lenguaje, y creyendo
que era sólo un accidente por mí sólo percibido, había tenido mi primer
contacto con la poesía. La poesía me había sacado de lugar. Me había dicho todo
sobre la épica en dos versos.
¿Te
sigue sacando de lugar? ¿Qué es "poesía"- ese término tan incómodo-
hoy para vos?
-Sí,
me sigue sacando de lugar toda la poesía que satisface aquella frase de Thomas
Merton dirigida a Girri: “La imagen cotidiana del hombre es su enemiga. Debe
ser destruida con palabras directas y paradojas. ¡Golpea con gracia
metafísica!” La poesía es un manejo del lenguaje por el que lo habitual se hace
extraño. Debe –es mi credo- ser rítmica en lo sonoro y en lo conceptual. Una
cosa no debe invalidar la otra. O atenuarla. Me refiero a ritmo y no a melodía.
Las ásperas melodías de nuestro pleistoceno poético, que fue el Siglo de Oro
español, son irrepetibles. La melodía se endulzó tanto a posteriori que se
convirtió en tremendamente adictiva en sí misma. Existe otra droga, que según
mi querido amigo Guillermo Boido es “el estupefaciente imagen”. Así que yo creo
que lo habitual debe estar en la poesía, es imprescindible, pero puesto en
juego de un modo que no resulte habitual.
¿Por qué verso
y no prosa? ¿Qué es o cómo funciona el verso?
-La
buena prosa es extensión del verso. En prosa se pueden hacer muchas cosas,
mediante el recurso de hacer hablar a los personajes, de los puntos de vista,
del despliegue de la imaginación, pero con la extensión, el verso se aleja de
su cometido, que es básicamente la asociación, el correlato. Uno puede decir
que el “Ulises” es un poema. Sabemos que no lo es. Lo que hay allí de poesía es
aleatorio; no menor, pero aleatorio. Por arbitrario que parezca, el
"Ulises”, de Joyce, no está concebido como un poema ni se lee como un
poema. Hay muchas otras diferencias, la extensión es la principal. No el número
de páginas, sino la extensión de todos los términos: las escenas, los
personajes, que se extienden prolongando ciertas coordenadas que el autor de
prosa debe trazar necesariamente para hacer a los personajes y a la narración
más o menos legibles. La poesía no tiene esa obligación. La poesía lee otro texto
en su texto. Uno puede llegar a ver a Ulises en el “Ulises”, pero eso es una
operación retórica, una parodia, en el sentido de imitación –y esto a su vez en
el buen sentido: una imitación consciente- sugerida por el título. Ahora bien:
Stevenson supo decir que la poesía es aleatoria en todo arte, incluido el de
los poetas. Así es. Pero en el poema, el poeta busca conscientemente esa
aleatoriedad. Y debe ser legible en su propósito. Me preguntás por qué verso y
no prosa. En mi caso, no lo sé. Creo que me incliné por escribir en verso
porque me fascinaba el funcionamiento del lenguaje en los versos. No veo otro
motivo.
¿Y
en qué difiere- si difiere- el lenguaje puesto a funcionar en prosa y en verso?
-El
de la poesía es un micro trabajo, con imágenes sobre todo, que rompen
intencionalmente el hilo narrativo. De la prosa me han quedado siempre más las
imágenes que la narración. Por ejemplo, me acuerdo bien de Jean Valgean por las
cloacas de París, no recuerdo los pormenores de “Los miserables”. Siempre me ha
parecido que la prosa es aristotélica. Es más artificiosa que la poesía en ese
sentido. En la vida no hay narraciones, la sucesión de causas y efectos se
diluye a la larga o a la corta. La vida de la gente se parece más a un poema o
un libro de poemas que a una narración. Y sin embargo, la narración nos parece
siempre más sólida, legible y real que un poema, aunque sea una narración
fantástica.
¿Cuánto
hay de tu vida en tus poemas? Pienso también en tu trabajo: ¿cómo se llevan el
periodista y el poeta?
-De
mi vida hay cosas, el paisaje por empezar, que es el paisaje urbano. El paisaje
de la última parte de "’Libro del engaño y del desengaño’ es para mí el de
Almagro, casi Once. Pero podría ser el de otro barrio. No hay cosas de mi
biografía en general, salvo en las cuestiones políticas, donde puede entenderse
qué pensé y qué pienso. Puede entenderse también que algunos poemas fueron
pensados para ‘muchachas’ como vos decís. Son pocos. Y no revelan demasiado.
Creo que me empeñé en diseñar un personaje, que a su vez dialoga dramáticamente
con otros. No pretendo que se lo identifique con el que vivió mi vida, más bien
lo contrario. Me veo a mí mismo en los poemas como un tipo que anda por ahí,
mirando. El periodista con el poeta se llevan bien en lo instrumental. Cuando
empecé a escribir periodismo venía bien leído. Había leído mucha literatura. O
lo corriente para un tipo de 19 años al que le interesa la literatura. El
periodismo me exigió diafanidad y la enunciación impersonal. Eso no influyó
negativamente, influyó bien sobre mi trabajo con los versos. Ahora, el
periodismo es un oficio en el que hay fatiga y una serie de complicaciones, que
mejor no enumerar, y es además una carrera, como tantas otras. En este sentido,
en este momento, no me llevo bien con el periodismo. Ya quiero dejarlo. Lo hice
más de 40 años. Tengo otras cosas que hacer a esta altura de la vida.
Volviendo un
poco a lo de "canta, oh musa" y las células... lo pregunto por la
voluminosa producción que lleva tu nombre: ¿escribís con qué frecuencia?
-Escribo con
bastante frecuencia, pero no sabría decirte cuánta. Digamos que cada dos, tres,
cuatro días. Pueden pasar también semanas y no escribo. Se me ocurren cosas, se
me borran, y no soy de tomar apuntes. Por una razón muy simple: el apunte no me
sirve después. Los poemas para mí se construyen en un solo acto. Es cierto que
a veces queda el fantasma de algo que uno empezó mentalmente en la calle,
bajando una escalera, en un ascensor, o después de leer algo al paso, en un
bar, o de ver la pantalla de televisión de un bar... Pero la verdad es que de
ese fantasma queda poco en palabras. Las palabras que rondaban se convierten en
esa tenue idea que luego, cuando uno dice ‘vamos a probar’, toma otro cuerpo.
Cuando empiezo a escribir, tengo una noción del espacio que ocupará el poema,
una extensión aproximada. Lo mejor de la computadora, del ‘ordenador’, es que
permite una suerte de latencia, permite borrar y reescribir e incluso cortar y
pegar, cosas todas éstas que se hacían de otro modo sobre papel. En realidad,
no me gustaba escribir a máquina directamente. Escribía ese fantasma a mano,
tachando y agregando, tachando y reescribiendo, y todo ese complicado borrador
era pasado después ‘en limpio’, con nuevas enmiendas. Eso se hace ahora directamente
en la pantalla. Quiero decir: eso lo hago así ahora. Hace un tiempo escribo
‘escolios’, comentarios, porque últimamente las cosas que se me ocurren de
alguna forma están vinculadas a textos que leí y que recuerdo, o que releí
recientemente. Volviendo a la Musa: uno nunca sabe qué exactamente escribirá. Y
cuando no escribe, toma decisiones sobre la escritura que no siempre se
cumplen. Decisiones
generales, o decisiones sobre un próximo poema. Pero una frase, una anotación,
generalmente no me sirven después.
Tus palabras
respecto de Escolios dejan claro que escribís pensando en un libro, en
una unidad.
-Pienso que
los poemas que voy escribiendo son producto de una circunstancia personal, y
que esa circunstancia tendrá su forma, que siempre me la imagino como la de un
libro, con principio y fin, aunque sea un final abierto. Si noto que he escrito
tres, cuatro poemas referidos a libros, textos, palabras, no me caben dudas de
que terminarán en algo así como un libro de comentarios, de escolios. La
circunstancia que desató esto fue la traducción de Alighieri. Los primeros
escolios que se me ocurrieron tenían que ver con Dante y la Comedia. En otros
libros he tratado de darle plan al impulso. Mantener un eje. Una idea formal.
No es tan difícil mantener una forma cuando esa forma es la de fragmentos.
Quiero decir: si uno se propone divagar acerca de un tema, de una cuestión, la
forma es infinita. En este punto, un libro de escolios se parece a un libro
épico, cuando la idea de la épica que uno tiene es fragmentaria, y al mismo
tiempo, muy amplia. O tal vez es fragmentaria porque es muy amplia. Me refiero
a libros como ‘La nada’, como ‘Hostias’, como ‘Cierta dureza en la sintaxis’,
que refieren a la Historia.
Hoy hablabas
sobre el papel y la pantalla, y las cosas que antes se hacían en aquél y ahora
en ésta: ¿qué lugar ocupa el libro hoy? y eso, según tu opinión, repercute en
el, digamos, por llamarlo de algún modo, "estatuto literario", la
calidad de lectura, cierta pérdida "aurática" de la que hablaba
Walter Benjamin respecto de la reproductibilidad técnica. Te lo pregunto a vos,
que administrás un blog ampliamente frecuentado por los lectores de poesía
-El
libro, según lo veo, sigue ocupando un lugar privilegiado en el consumo, y, por
un tiempo que no podría medir, seguirá reinando allí. No creo que las tabletas
electrónicas y la lectura en pantalla lo desplacen de ese sitio. Tal vez llegue
a ser un objeto menos masivo, de menor venta, pero mientras exista tendrá ese
lugar. Y ese lugar es privilegiado porque mantiene una especie de aura. Hay
cuidado con los libros, pero sobre todo, hay reverencia, una ligera reverencia.
El libro no deja de ser un objeto en el que la manufactura, la idea de
manufactura, lucha con la idea de sagrado: es un objeto semisagrado. Por eso no
creo en la pérdida total de aura en la era de la reproducción técnica -no sé
por qué no ‘reproducción’ y, en cambio, sí ‘reproductividad’-. El libro tiene
ya cinco siglos y medio de reproducción técnica. Pero una biblioteca sigue
teniendo algo sagrado. El libro sigue teniendo algo sagrado. Puede
decepcionarnos una novela, un libro de poemas, pero vacilamos mucho en
arrojarlo a la basura. Eso es porque el libro, no el contenido, es sagrado en
sí mismo. ¿Qué pasa cuando leemos en pantalla? Para decírtelo directamente:
allí creo que es el texto el que de debe ganarse el lugar sagrado. No cuenta
más con el auxilio del libro, ese noble producto de las manos del hombre y la
naturaleza. Digo las manos porque aún siendo producto de máquinas, seguimos
sintiendo que esas máquinas –me refiero al utillaje de imprenta- son
prolongaciones de lo humano. Sobre una pantalla, las letras desnudas deben
ganarse por sí mismas el podio de signos puros. En la pantalla, ese carácter no
está garantizado, porque justamente la letra no está allí grabada ni mucho
menos. El alfabeto es sagrado, como bien sabemos, no porque esté bendecido por
haber compuesto la Biblia (en lo que refiere a nuestro alfabeto, el castellano,
tardó mucho en acometer esa tarea) sino porque la letra se supone destinada,
sobre todo en el acto de imprimirla, no a hablar sencillamente con nuestros
semejantes sino a hablar con todo. Y llamar a ese ‘todo’ obra de Dios, nunca
abarcable, resulta casi inevitable.
¿Qué pasa cuando el soporte de lectura es el oído de la gente
recibiendo la voz del escritor?
-No sé en general, a mí lo que me pasa es que
me distraigo aunque el poema sea bueno. Sólo puedo fijar la atención leyendo y,
además, prefiero el soporte indiferente del blanco, no el de un timbre de voz.
Pero hay muchos tipos de poesía, y dentro de esa variedad, está la poesía
musical, sonora. Cuando se la dice, las inflexiones y el timbre de la voz
pueden quitar o sumar, pero lo que cumple allí su antigua función mnemónica es
el sonido. La poesía fue canto, rima, metro, en principio como un modo de hacer
lo que hoy hacen tinta y papel: grabar, imprimir. Al punto de que cuando uno
lee una poesía rimada, imagina la voz, se la dice a sí mismo. Sabemos que San
Agustín se asombró cuando vio a San Ambrosio leer en silencio. La lectura no se
había separado, al parecer, de la voz hasta ese momento, o poco antes. Este es
un hecho capital. La letra cambiaba de soporte. Lo que rodea al lenguaje en una
página, incluso en una pantalla, es la nada: no importan siquiera las ilustraciones
cuando la mente se concentra en los trazos negros sobre el blanco. Es la nada y
es el silencio. No es sólo que la voz ha sido anotada para que no se pierda. La
inscripción trae otro tipo de entendimiento, no trae únicamente un nuevo
soporte.
Es la letra
contra el blanco, es cierto: sin embargo en la lectura ¿no va, internamente,
una voz- nuestra, o la conocida del autor, o completamente extraña- acompañando,
como leyéndonos al oído? Volviendo al soporte
papel/pantalla: en papel, además de esa voz interna, no entran en escena, no
comprometemos otros sentidos: olor, peso, textura? ¿Hace todo eso al
texto?
-Hay un
vestigio de voz en la lectura silenciosa. Pero a mí me suena acolchada,
asordinada. No tiene un timbre. Lo que conserva es un vestigio de ritmo, que
sirve más para subrayar la obsesión y el propósito del poema que para grabar
las palabras en el oído. En la lectura de la letra sobre papel gravitan el peso
y el olor y el tacto del libro, eso que tanto se aprecia ahora, en lo que
parece ser el crepúsculo del libro. No sé cuánto gravitan. Parecen también
vestigios de un mundo material ordenado, callado, manufacturado: esto es, con
algo de la materialidad de la mano que construyó el libro. Yo siento que esa
mano me ofrece ese plato blanco en el que los signos se mueven. Siento que el
trabajo humano ha producido ese blanco en el que la literatura hace su obra
como en el vacío. Y más vacío me ofrece la pantalla, porque allí ya no se
percibe vestigio de la manufactura, de la artesanía del libro. No hay olor ni
tacto. No hay peso. Eso es mejor y es peor, ¿no?
¿Cuando
escribís vas escuchando esa voz también en tu propio texto?
-Esa voz son
en primer lugar palabras, y sus aspectos lógicos y paradójicos. Y son imágenes
visuales casi siempre. En segundo o tercer lugar, no en orden de importancia
sino porque forma el ‘fondo’, hay un ritmo, y el ritmo es esa voz, en su
carácter más íntimo, casi biológico.
¿Por qué decidiste editar El libro del engaño y del desengaño y no Ituzaingó?
-‘Ituzaingó’
es un conjunto de poemas, como ‘Primera Junta’, que habían quedado colgados en
el tiempo, y los publiqué on line. Eran poemas que no publiqué en los libros
anteriores o que escribí luego, entre comienzos y mediados de los 90. Son
conjuntos de poemas que lucen mejor por separado, cuando los miro con todo ese
tiempo de por medio. En aquel momento, no les encontraba lugar en los libros.
Tampoco hubiesen entrado en ‘La línea del coyote’, de 1999. No tenían nada que
ver. Para mí, con esos poemas se rompe una forma de hacer poesía. Hasta allí
llegó mi objetivismo. No los publiqué en papel porque hubiesen confundido la
historia. En el blog donde los publiqué, con los libros anteriores y
posteriores, se entiende más el lugar que ocupan. Y me apuro a decir que la
producción de uno es una historia, aunque los poemas se lean dispersos por ahí
más tarde, o los libros se lean fuera de la serie de la que forman parte. No me
importa cómo se lean. Los libros forman una historia. Todos escribimos una
especie de ‘Hojas de hierba’, un libro único, pero hay etapas y capas en él.
Hace poco leí que cuando a Franco Fortini le propusieron hacer una antología de
sus libros, preguntó ingenuamente en qué orden debía poner los poemas.
‘Cronológicamente’, le respondieron, y esa fue una especie de iluminación para
él. Cronos nos rige a todos.
Contame sobre Escolios
-Viene a
continuación de dos libros de poemas muy extensos, narrativos, discursivos. Son
anotaciones que me permiten continuar hablando ‘por imágenes fragmentarias’,
como diría Graves, pero presentadas de otro modo. Diciendo o escribiendo a
partir de un texto leído. O en alusión a textos leídos, géneros leídos,
situaciones leídas: objetos literarios, en lugar de objetos simples y
corrientes, o en lugar de objetos históricos.
Julio-
2011
Posteado por Angela Barraza Risso
el 11:47. etiquetado en:
ENTREVISTAS,
IGNACIO URANGA,
Jorge Aulicino,
Poesía chilena
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